Kukulcán

El regreso de la serpiente emplumada








 


CAPÍTULO 24



Los destellos dorados siempre cambiantes de la luz de las teas se reflejaban en las crestas de las onduelas que se formaban en el agua del baño de jaspe verde pulido, y entretenían, y hacían que Moctezuma olvidara, al menos por unos momentos, todo el peso de la responsabilidad que conllevaba ser el líder de un imperio que estaba a punto de perecer. El murmullo que hacían los chorros de agua tibia al caer en la otra orilla de la piscina, lo ayudaban a relajarse. Era en esos cortos momentos, cuando disfrutaba de su baño diario, que podía poner su mente en blanco y descansar de la angustia de no saber cómo iba a darse el gran cambio que habrían de sufrir todos sus dominios, que abarcaban toda la tierra entre los dos mares.

Los chorros de agua color turquesa salían de un parapeto que se levantaba a un costado de la alberca, para escupirlos después por las bocas abiertas de tres serpientes emplumadas de piedra labrada, con las plumas alrededor del cuello imitando los pétalos de una flor, a la manera de las cabezas de Quetzalcóatl en Teotihuacan. Un gran fuego ardía en una chimenea que estaba dentro del salón del baño que, aunque no era muy grande, si cabían ocho columnas de jaspe café, que parecían sostener el techo, aunque en realidad, era soportado por las paredes de la habitación. Varias bandas de algodón colgaban desde el techo hasta tocar el piso, como parte del ornamento que lo ayudaba a relajarse. Las bandas estaban trabajadas con obra de plumería o tejidos de colores con detalles alusivos a las bellezas de Tenochtitlán.

En todos los rincones del aposento había dispuestos vasos de oro, o de bronce, o de porcelana, llenos a rebosar de flores recién cortadas. Los vasos estaban intercalados con braceros de incienso de copal, por lo que una vez mezclados, los olores provocaban una experiencia aromática en el recinto completo.

El agua de la alberca parecía estar iluminada y lucía radiante, de color turquesa, gracias a que a esas horas de la mañana, era iluminada de forma directa por los rayos del sol que entraban por agujeros hechos en la pared que daba al oriente, con un ángulo inclinado a propósito, para que irradiaran la piscina cuando atravesaban la nube de vapor que se levantaba por el agua caliente, mientras que el movimiento solar duraba el tiempo que el emperador tardaba en bañarse.

Los pasos de un hombre que entró a la pieza sacaron a Moctezuma de su ensimismamiento. La expresión en la cara de Petalcalcátl no admitía duda, el anuncio que llevaba el mensajero correo-veloz, que caminaba detrás de él, era importante y no podía esperar.

Con gesto impasible, el emperador recibió la noticia de la increíble osadía que acababa de realizar hacía dos noches el general del ejército del oriente, al quemar su flota completa en el mar, pero al mismo tiempo, le dio la certeza de que esos hombres eran los que las profecías de sus libros sagrados decían que habrían de volver ese año, para retomar la posesión de su imperio.

 


CAPÍTULO 25



El sol brillaba con intensidad a esa hora, era mediodía cuando el clarín llamó a todo el ejército al pie del templo mayor de Cempoala, donde estaba erguida en lo alto una gran cruz de madera.

El capitán general de la expedición hispana, Hernando Cortés, salió a hacer frente a sus hombres tremolando el pendón rojo de la Virgen María con su mano derecha en alto, como escudo inconsciente contra la furia anticipada de sus soldados. Con la mano izquierda sostenía la brida de soberbia montura enjaezada con finas galas que le daba gran estampa. El general vestía su capa de terciopelo rojo y su peto y yelmo bruñidos, ambos resplandecientes bajo los rayos del sol.

Con el corazón henchido, Aguilar veía el estandarte de la virgen que los frailes habían llevado de España. En el centro de la tela, que ondeaba alegremente con el viento, estaba bordada una bella imagen de la madre de Jesús, vestida con una capa azul que cubría el vestido rosa de mangas largas. Una corona de oro ornamentaba su cabeza, como correspondía a la reina del cielo, quien, con sus manos juntas, en oración, ofrecía una mirada de ternura para quienes la veían, mientras un halo dorado fulgente, y varias estrellas, rodeaban su figura.

Con voz sonorosa y firme, Cortés gritó: “soldados de su majestad don Carlos y de la reina madre Doña Juana de España. Soldados  de  la  Santa Iglesia Católica.  Soldados

de este tercio del ejército español, que compone esta expedición que logrará la conquista más gloriosa jamás intentada en la historia. Como justicia mayor y como su capitán general, es mi deber anunciarles que debido a que los pilotos de las naves me informaron de su mal estado, he dado la orden, y ésta ha sido ya acatada, de echar al monte las once carabelas que estaban ancladas en la playa de Veracruz,” espetó el general las impactantes noticias sin más circunloquios.

De inmediato, una batahola incontrolable explotó entre la gente que, aunque sospechaba los movimientos de Cortés, no podía creer tal atrevimiento. Hasta algunos de sus lugartenientes, los que no sabían de aquella acción, miraron atónitos y azorados a su general, quién levantaba una mano autoritaria para acallar el estruendo.

“Sé que es una noticia desagradable para todos nosotros, y lo es más para mí y algunos de nuestros capitanes, puesto que tuvimos que vender todo lo que poseíamos en este mundo, y que con tantos sacrificios habíamos ganado para adquirir esas naves. Pero me pregunto, y les pregunto a ustedes: ¿para qué nos pueden servir esas carabelas en el camino a Temiztlán?”

Una vez más, el alboroto se agigantó, ya que hasta ese momento los soldados se enteraban de manera oficial que marcharían hacia Tenochtitlán.

Cortés subió de punto su elocuencia. “Ustedes ya saben que llegó la nave de Sermeño con la noticia de que Velázquez ha sido nombrado Adelantado, también sé que detrás de él viene otro buscándonos; y así seguirán llegando muchas más expediciones. Alguna de ellas, algún día, derrocará a Montezuma con sus religiones infernales y le quitará todo el oro. De ellos serán el honor y el lugar en la historia si no asumimos nosotros con porfía nuestro papel aquí. No podemos permitir que otros sean los que obtengan fama y memoria y sean recordados por siempre como los heroicos primeros conquistadores, si nosotros ya estamos aquí. No podemos vivir con el arrepentimiento por el resto de nuestras vidas, de haber sido tan pusilánimes y no haber tenido las agallas de seguir hasta el final, para ser los victoriosos y heroicos soldados de su majestad que ganaron un imperio para hacer de España la nación más grande del mundo.

Hizo una breve pausa para medir el efecto que sus palabras estaban causando. Recordó que para hacer prome-sas de cosas que estaban aún por conquistar, lo mejor era mostrarse espléndido y nada cicatero, después de aquella pausa prosiguió.

“Aunque todos sabemos que las dificultades siempre serán del tamaño de los intentos, Temiztlán es el único destino posible para hombres de nuestra envergadura. Tenemos todo un continente para convertirlo a la cristiandad y para repartir entre nosotros. Puedo avizorar que una vez que completemos la conquista, la merced de tierra que nuestra majestad tenga por bien asignarnos a cada uno de nosotros como premio a nuestro esfuerzo, de seguro será equiparable al tamaño que ocupa el reino de Aragón en España, o cuando menos el de Granada.”

Cortés elevaba la voz en cada frase, sintiendo una leve aprobación de algunos de sus hombres.

“Ese será el futuro de los que sobrevivamos. Tener a miles de indios a nuestro servicio en la molicie y disfrutando del gran honor con que la heráldica definirá nuestros escudos de armas. Ustedes saben también cual será nuestra situación en Cuba si regresamos sin un triunfo resonante. Es probable que ninguno de nosotros pueda embarcarse de nuevo en otra expedición, y hasta existe la posibilidad de que acabemos en el potro de tormento, si no es que en el patíbulo, con la soga en el pescuezo, o con la cabeza bajo el hacha. Ni siquiera podremos retomar nuestra anterior vida monótona, cuidando de tierras y labriegos. Somos hombres de guerra. Venimos de familias que han luchado contra los moros en España por casi ochocientos años, y allá ya no hay moros que echar fuera. Es natural que viniéramos a hacer la guerra acá donde se necesita, para traer la luz de la verdadera fe y engrandecer los reinos de nuestra majestad. No sabemos hacer otra cosa. Por lo mismo les digo: no pongamos nuestro futuro y nuestra suerte en manos de Velázquez, cuando esas dos cosas están en nuestras manos y nuestra decisión. Por lo tanto, debemos de aprovechar esta oportunidad única. ¡Seremos nosotros los conquistadores de estas tierras que algún día darán la riqueza y el poder a España para llegar a ser la nación más grande del mundo entero, con este territorio que nosotros habremos de darle, y que será llama-do algún día la Nueva España!”

La mayoría de los soldados de ese ejército que se nutría sobre todo de ilusiones de grandeza y riqueza ilimitada, así como de las promesas de granjerías sustanciosas que les serían otorgadas en caso de sobrevivir y triunfar en la conquista, se veían ya convencidos de las palabras de Cortés y lo escuchaban con el corazón azorado de emoción y los ojos húmedos. Sin embargo, los des-contentos y renuentes que organizaban el alzamiento y la retirada a Cuba todavía diferían de sus métodos. Con escepticismo oían el sartal de promesas del general, y discordes, sentían que era tan solo garrulería plagada de embustes para embaucar a los incautos soñadores; pero el recuerdo aún fresco de los castigos a los sediciosos de algunos días atrás, les mantenía la boca bien cerrada. Después de todo, sabían bien que ellos solos se habían enrolado en una expedición de conquista, y no había otra opción más que seguir órdenes del capitán general, o ser pasados por las armas por traición, de acuerdo a los protocolos de todos los ejércitos que participaron en las guerras que se habían peleado en el mundo a lo largo de la historia.

“Por los informes que hemos recibido de los indios, casi todas las ciudades aledañas a Temiztlán nos facilitarán con gusto miles de guerreros que nos acompañarán a derrocar a Montezuma, ya que esas ciudades desean, más que nada en este mundo, liberarse del yugo y de la religión sanguinaria de esa bestia. Nos espera una azarosa travesía y muchas peripecias, pero es nuestro deber como soldados y como cristianos, terminar esta obra que hemos empezado, por lo que les digo, nadie vendrá a robarnos la gloria y las riquezas que hemos luchado juntos en medio de feroces gestas, y que por los sacrificios y estrecheces que hemos padecido nos tenemos merecidas. Aunque algunos de nosotros podamos llegar a morir en el intento, nuestras familias y descendientes serán tomados en cuenta para el reparto de los provechos. ¡Ninguno de nosotros, los primeros conquistadores de la Nueva España, seremos olvidados por los que queden vivos y por los que escriban algún día la historia de nuestra epopeya!”

Una aclamación ya casi general se dejó escuchar en la plaza central de Cempoala. Cortés sonrió a Aguilar al ter-minar su alocución, al sentirse ya arropado por el apoyo de la mayoría de sus hombres, y los dos compartieron una mirada de complicidad, en un gesto de mutuo entendimiento entre amigos que guardaban el mismo secreto.

El intérprete escuchó la exaltada arenga del general y sintió como los iba seduciendo poco a poco, al mismo tiempo que, desde lo alto del estrado donde se hallaba, alcanzaba a ver al grupo de gente jubilosa al lado del jefe de aquella expedición. Pensaba que todo aquello era una barbaridad, una gran locura el imaginar que esos pocos soldados, que en grupo compacto parecía que eran todavía menos, podían conquistar todo un continente repleto de una gran cantidad de naciones.

Pero algo dentro de él le decía que con la ayuda de Dios todo sería posible, como su Hijo fue capaz de convertir a la fe verdadera a miles de fieles en el mundo. Cortés dio espuela a su corcel y se alejó a su tienda, dejando atrás a la multitud ahogándose en un mar de murmullos.