Kukulcán


El regreso de la serpiente emplumada

CAPÍTULO 31



Al quinto día de estancia en Xocotlan, los españoles y sus aliados totonacas siguieron su camino con rumbo a la nación de Tlaxcala, a pesar de los consejos de Olintetl, que no lograron disuadirlos de no tomar esa ruta y mejor seguir por el camino a Cholula.

El cacique les había dicho que aquella era una ciudad pacífica y más dada al comercio que a la guerra. Al contrario de Tlaxcala, que vivía en una batalla continua, por ser enemigos de los aztecas. Pero los aliados de Cempoala que acompañaban al general le recomendaron no confiar demasiado en las palabras del cacique, porque sabían que Cholula era una ciudad de gente ladina, y donde solían descansar los ejércitos de Moctezuma, por ende, corrían el riesgo de caer en la tan temida trampa que todos esperaban de forma inconsciente, por parte del emperador del Anáhuac.

Poco antes de entrar a territorio de las naciones tlaxcaltecas, en el pequeño poblado de Zacatzingo, Cortés dispuso que se adelantasen cuatro cempoaltecos como embajadores, para que avisaran del arribo del ejército que provenía del oriente, como libertador de las naciones sometidas al yugo azteca. Dispuso que fuera Mamexi, el hijo del cacique gordo, y que estuviera acompañado por tres hombres de su confianza.

“Les dirán que venimos en son de paz y que somos hombres blancos enviados por el poderoso rey don Carlos I de España y V de Alemania. Esto, claro, después de los saludos que les manda su nación hermana y amiga totonaca.”

Por medio de sus traductores, el expedicionario dictaba a los embajadores el mensaje, caminando pensativo en círculos y rascándose la barba.

“Que somos hijos del sol, y por lo tanto invencibles, que navegamos en palacios flotantes y tenemos armas mágicas ante las cuales nada pueden hacer nuestros ene-migos. Que a nuestro dios lo ofenden los excesos de los aztecas, por lo que estamos aquí para castigar los entuertos de Moctezuma. Díganle también que los totonacas ya están libres de su yugo, y que les mandamos unos presentes como muestra de nuestra amistad,” tras lo cual les dio un sombrero de terciopelo rojo y una espada de Toledo.

Mamexi y sus compañeros memorizaron las palabras de Cortés, mientras eran vestidos para la ocasión por otros indios que los ayudaban. Aguilar, el general y varios capitanes, observaron el aparato que requería el vestuario de un embajador de paz, según los protocolos que seguían las naciones del Nuevo Mundo.

Los cuatro cempoaltecos tenían ya sus blancos mantos de algodón torcido, anudados en un hombro, y llevaban en sus manos las lanzas de los soldados hispanos, en sustitución de los bordones que usarían en una ocasión como esa. Los hombres que los vestían batallaron un poco para conseguir las plumas amarillas que debían llevar atadas en lo alto de las lanzas, puesto que ese era el único detalle que denotaba la paz; cualquier otro color cambiaría el significado de su misión. Si esas plumas fueran negras, sería señal de guerra, y podrían considerarse muertos antes de entrar al suelo tlaxcalteca. Por fortuna, encontraron las plumas amarillas, que tuvieron que quitar de varios atuendos de gala de algunos soldados cristianos.

Una vez listos, Aguilar, Marina, y una escolta de seis caballeros, llevaron a los embajadores al camino real que comunicaba a los pueblos de la sierra con la nación de Tlaxcala, ya que su inmunidad era válida sólo dentro de los caminos reales del poblado al cual se dirigían. Así le habían dicho a Cortés los cempoaltecos, que era como funcionaba el sistema diplomático, y era el único usado por todas las naciones conocidas del único-mundo, y por lo mismo era muy efectivo.

“El nombre de la nación de Tlaxcala significa cuatro señoríos,” le dijo Mamexi al intérprete español, mientras se dirigían hacia el camino real, “y los señoríos son gobernados por Magixcatzin de Ocotelulco, Tlehuexolotzin de Tepeticpac, Citlaltpopocatzin de Quiahuiztlan y Xicoténcatl de Tizatlán, si es que todavía vive, porque la última vez que supe de él, era ya muy viejo, y estaba casi ciego. Todos ellos gobiernan en conjunto en los asuntos comunes y cada uno es supremo en su señorío.”

“Entonces, ¿entre los cuatro van a decidir si nos reciben o no?”

“Claro. El arribo de ustedes es un suceso extraordinario que por fuerza tendrá que convocar a todo el concejo.”

Mamexi se detuvo pensativo y tomó a Aguilar por el brazo.

“Si acaso tuvieran que pelear contra los tlaxcaltecas, dile a Cortés que ellos luchan sólo a la luz del día, en diferentes escuadras comandadas por campeones guerreros, que portan una insignia o estandarte de plumas en su espalda. Si los matan, el resto del escuadrón se retirará de la lucha, al no tener mando.”

“No veo la razón que habría para tener que pelear contra ellos, ni la que ellos tendrían para atacarnos. Al contrario, a los dos bandos nos conviene una alianza,” aseguró el intérprete sonriendo, ante lo que consideró una desconfianza infundada de Mamexi.

 

⁕⁕⁕

 

Los españoles esperaron en vano ocho días el regreso de los embajadores de paz mandados a Tlaxcala. Con la venia de sus capitanes y de los jefes guerreros de los cempoaltecos, quienes estaban ya enardecidos por la ejecución segura de sus compatriotas, Cortés decidió mover a su gente y acercarse a aquella ciudad. La determinación la tomó al pensar que, si habían de enfrentarse con ellos, lo mejor sería darles el menor tiempo para su organización.

El ejército se aprontó para la acción y transitó en formación de guerra a marcha forzada, siguiendo el paso-doble de los tambores. Al poco tiempo, se encontraron con un murallón de aspecto impresionante que significaba un obstáculo formidable. La pared tenía casi dos metros de ancho por tres de alto, y cruzaba el valle uniendo a dos cerros con sólo una abertura en la parte media, y que formaba un corredor de cuarenta metros de largo por tres de ancho. Parecía que esa muralla hubiese sido hecha como una trampa gigantesca para ellos, cosa que llenó de aprensión los corazones de los hispanos.

Por órdenes del general, Aguilar caminó en la retaguardia del ejército junto con Marina, los sacerdotes, y las mujeres indias. Una escolta especial de soldados fue asignada para proteger la integridad del grupo, además de los mastines, que ansiosos esperaban ser azuzados contra los enemigos para lanzarse al ataque. No mucho después de que el ejército terminó de cruzar el atolladero, llegó hasta ellos el estrépito procedente del frente, provocado por una

nube de pedradas que abollaron sus yelmos, después surgieron los aullidos eufóricos que hacían los indios de Tlaxcala, al entrar en una lucha en la que esperaban quebrantar de buena manera al ejército español. La caballería y la infantería estaban siendo atacadas y de inmediato fue anunciado por el clarín, que ordenó movimientos para dar apoyo a los soldados de a caballo. La escolta mandó detenerse y esperar al ex náufrago y a sus compañeros, ya que no podían hacer otra cosa.

A los traductores del ejército cristiano les pareció interminable el poco tiempo que duró el apogeo de la escaramuza. Desde el sitio donde se encontraban a buen resguardo, protegidos entre grandes rocas y algunos árboles, cubiertos por un compacto grupo de hombres, sólo podían escuchar los disparos de los arcabuces y cañones, los gritos de guerra de los tlaxcaltecas, y los gemidos de dolor de los heridos, sin saber de qué bando provenían.

La lucha terminó motivada por el retiro de los indios, que cedían la campiña cuando comenzaba a atardecer. Se perdieron a dos soldados españoles y a treinta y ocho guerreros cempoaltecos, mientras que las bajas enemigas superaban los trescientos cuerpos que estaban regados en el que había sido el campo de batalla.

Cortés fue herido en las piernas y sufrió magulladuras en un costado, pero se encontraba animoso por la victoria conseguida ante tantos enemigos. La justa ganada lo hacía sentirse seguro de haber triunfado ante la nación de Tlaxcala, último peldaño antes de llegar a Tenochtitlán.

Cuando Aguilar y Marina terminaron de entrevistar a los prisioneros tlaxcaltecas capturados en el zafarrancho, la alegría del general se esfumó. Por la información obtenida de ellos, supieron que la brega de la tarde había sido contra unas cuantas briosas cuadrillas de otomíes,  aliados

de la nación de Tlaxcala, que no habían esperado al grueso del ejército tlaxcalteca. Se enteraron también de que Xicoténcatl II, el comandante supremo de las fuerzas de aquella nación llegaría al día siguiente con todo su ejército para arremeter contra los hispanos.

El ejército descansó y se atendió a los heridos en un ambiente de inconfundible desaliento y angustia. Se improvisó una misa concelebrada por el padre de Olmedo y el capellán Díaz para dar gracias a Dios por la victoria, y para pedirle la fortaleza y el denuedo que necesitaban para soportar la embestida enemiga que estaba en puerta.

Después de misa, el intérprete se acercó a la tienda del capitán general de la expedición, para informarle sobre lo que le había confiado Mamexi acerca de las tácticas de guerra de los tlaxcaltecas. Lo encontró recostado y convaleciendo, con los primeros signos de fiebre a causa de las heridas recibidas, mientras que Marina y el físico le atendían con esmero.

“Me pregunto si habré cometido una barrabasada al desatender los consejos de Olintetl,” dijo el lacerado general, con voz feble, reflejando el desánimo que sentía en su voz al cavilar que su decisión había sido un gran desatino. “Creí que en Tlaxcala seríamos bien recibidos, por ser enemigos de Moctezuma. Erramos el camino. Ahora estamos ante un adversario inesperado, sin otra alternativa que hacerle frente, porque el retroceder significaría perder todo lo que hemos logrado, además de que nos acabarían en la retirada.”

“Sólo Dios sabe lo que hace,” contestó Aguilar, “y por alguna razón así nos ha dispuesto el rumbo. Esta dificultad será la prueba de que todavía está con nosotros y nos lleva de la mano en el largo camino que nos tiene trazado.”

“Y si no es así, de todas maneras, mañana estaremos ante él, para reclamarle la falta de ayuda,” el general concluyó en tono sarcástico, y trató de reír con un sonido muy débil, e intentando encontrar en el magro consuelo de la ironía tragicómica, algo para elevar el espíritu.

El padre Olmedo entró a la tienda para cerciorarse de que el general no necesitaba confesarse para recibir la absolución y ser ungido con los santos óleos de la extremaunción, dado que era bien sabido por todos ellos que, en la guerra, la muerte era una compañera constante, y nunca estaba de más tener el alma preparada.

Al día siguiente, el ejército conquistador avanzó por la llanura en dirección a la ciudad de Tlaxcala. Abrigaban la esperanza exigua de que el esperado inmenso ejército, que los prisioneros otomíes habían mencionado, fuera más un ardid vindicativo por la derrota recibida y la dignidad mancillada, como si con infundirles miedo pudieran lavar la afrenta y la humillación, y que no fuera una realidad insalvable que tuvieran que afrontar.

Pero sus ilusiones se desvanecieron, cuando tuvieron frente a ellos al enemigo, aunque sólo fuera un grupo poco mayor que el del día previo, y que sería de unos tres mil hombres que se acercaban más presurosos que ordenados.

El ejército rival empezó a retroceder de pronto, y la armada española decidió seguirlo con cautela. Tras una pequeña loma del camino, y aunque creían adivinar lo que verían, por el estridente chirriar de trompetas de concha y el estruendo que hacían baterías de tambores, no estuvieron preparados para semejante visión. La otra parte del ejército tlaxcalteca que se descubrió formaba una masa impresionante de gente y de color. La llanura estaba plagada con miles de guerreros con las caras pintarrajeadas, blandiendo espadas de madera con doble filo de hojas de obsidiana, lanzas, atlatls, arcos, y hondas; con el otro miembro superior embrazaban su adarga.

Era algo jamás visto por ellos, y que hizo escapar un grito de asombro de muchas gargantas hispanas, y orilló a correr en retirada a más de veinte soldados aterrados, quienes en ese momento no pensaron en el deshonor y en otras tonterías por el estilo, aunque todos regresaron después a las filas, cuando oyeron a lo lejos el grito de su adalid ¡Santiago y cierra España! y al ver la laudable valentía mostrada por los soldados, los capitanes, y los aliados cempoaltecos, cuando había comenzado la batalla contra esas hordas endemoniadas que peleaban con vesania, bajo furiosas nubes de flechas que surcaban el cielo.

La milicia de Tlaxcala estaba bien organizada, con todos sus batallones diferenciados por los colores de su indumentaria y por las banderas de plumas de colores que alzaban en el aire. A una orden de sus caracoles, corrió y se dividió en dos alas para rodear a los españoles, quienes reaccionaron con rapidez, y cubrieron los flancos donde el enemigo se les podía introducir. La artillería no tuvo reposo, e hizo grandes estragos en sus rivales, cuyas filas fueron diezmando poco a poco, después de cada carga de arcabuces y cada estallido del cañón, ya por los que caían abatidos por el impacto de la candela, ya por los que huían despavoridos al ver que sus saetas y sus piedras que, aunque eran lanzadas con un ímpetu terrible, hacían poco daño a las armaduras y a los cascos de hierro de los soldados de Castilla, ya que no eran ni por lejos armas adecuadas para pelear contra semejante enemigo jamás afrontado por ninguna nación del único-mundo.

Los jefes guerreros se distinguían con facilidad por sus rodelas y crestones de plumas de los matices de colores más variados y hermosos, y también por el grupo de guerreros que formaban sus escoltas y que a ojos vistas eran los más diestros, altos, y fuertes para custodiar a sus superiores, quienes portaban los estandartes de plumas y el pandero de oro, insignia de su rango militar. Después de la confesión de Mamexi, y por instrucciones de Cortés, los más importantes disparos de cañones fueron dirigidos hacia ellos.

Aguilar desobedeció las órdenes del general, quien no quería exponerlo a ser atacado o muerto por el enemigo, y se acercó a ayudar en lo que pudo, tanto al físico, como a los curanderos indios a atender a los lesionados. Ahí, entre la densa humareda, administró vino como anestesia para los mal heridos, o los sofocó con humo, para que se desmayaran pronto; también les suministró pociones de hierbas, o les aplicó vino en las cortadas para desinfectar, o fétidas unturas hechas por los curanderos, o mixtura de plantas que preparaban las indias, usando como base para muchos remedios, la hierba matlali.

El principal objetivo de esos primeros auxilios era tratar de que los heridos españoles e indios aliados no murieran de podredumbre a los pocos días. Así, el oriundo de Écija ayudó también a aplicar vendajes y torni-quetes para detener desangramientos, además de cauterizar con aceite hirviendo, o con hierros y carbones al rojo vivo, a los muchos soldados que sangraban de forma profusa y eran llevados a rastras o en camillas por los au-xiliares cempoaltecos. Algunos de los caídos tenían golpes contusos por piedra, otros habían sufrido grandes cortadas, a causa de las macuahuitl, que eran macanas de madera con filos de obsidiana que los indios usaban como espadas, otros resultaron heridos de lanza o por flecha incrustada en sus cuerpos sangrantes, y que les hacían estremecerse entre brutales estertores con horrendos alaridos de dolor, que se calmaban un poco al probar ciertos hongos maravillosos que les proveían los indios.

Un veterano mílite que tenía una cicatriz que le cruzaba el rostro, hecha por un sablazo que le había dado un moro allá en Iberia, murió con una expresión de tranquilidad en los brazos de Aguilar, cuando su jadeo aminoró al desangrarse profusamente por una tremenda cortada en un costado que le había hecho una espada india. Un artillero, cuya piel blanca estaba completamente ennegrecida de pólvora y hollín, llegó ya moribundo gorgoreando espumarajos rosados por una flecha que le había atravesado el cuello, hiriéndole la yugular, y no hubo nada más que hacer por él sino ayudarlo a bien morir. El padre Olmedo le hizo una seña al traductor, con la cual le daba la venia que le diera los últimos sacramentos al moribundo, sabiendo que también había estudiado teología en algún tiempo y recibido las órdenes menores. No se entretuvo mucho en cerrarle los ojos y hacerle la señal de la cruz en la frente cuando murió, porque todavía quedaban muchos vivos, y heridos de muerte, que clamaban su ayuda y su presencia.

El ejército hispano vio como algo milagroso la lenta disminución de las filas enemigas, puesto que uno de los principios de la forma de guerrear de los tlaxcaltecas era esconder a sus muertos y retirar a sus heridos por miembros de las fuerzas no combatientes. Esos destacamentos también eran los encargados de transportar comida, agua, escaupiles, cascos de cuero, chaquetas de algodón grueso, y las miles de flechas y armas de reserva que llevaban en esteras de fibra arrolladas y que eran desembaladas donde los flechadores y los guerreros las necesitaran, según fueran avanzando. Mucha gente no peleaba, sino que se dedicaba a esas tareas, por lo que su presencia en el campo de lid se iba reduciendo de forma considerable.

Cortés acudió en su caballo encubertado a los lugares donde había más necesidad, rompiendo filas y atropellando a los tlaxcaltecas que se acercaban. En un momento, hubo un gran desorden cuando los indios derribaron y dieron muerte a la montura de Pedro Morón, cercenándole la cabeza y corriendo con ella. A Morón lo lograron rescatar Pedro de Alvarado y Velázquez de León, que acudieron prestos cuando ya lo llevaban prisionero y muy malherido, aunque murió dos días después.

Casi una hora había transcurrido desde el inicio de la cruenta batalla. El cansancio hacía estragos en los cuerpos de los españoles y sus corazones empezaron a encogerse ante la cada vez más lejana esperanza de éxito. En las cabezas de muchos flotaba ya la idea de que iban a morir peleando; sin embargo, de pronto, y tras escucharse un fuerte sonido de bocinas y caracoles, el ejército tlaxcalteca se retiró.

Muchos de los fatigados soldados hispanos, en completo estado de lasitud, se desplomaron extenuados, arro-dillándose en el mismo campo de combate al lado de los cuerpos de los enemigos y de los aliados muertos, para dar gracias con regocijo a la infinita misericordia de Dios por el final de esa lucha y por aún conservarles la vida. Cortés ordenó de inmediato el movimiento del ejército a un caserío que estaba en una pequeña loma y que dominaba los cuatro flancos a la perfección, porque pensaba establecer su fuerte en ese lugar. Las casas se encontraban abandonadas por sus moradores, pero parecía que su abandono era reciente, porque todavía tenían provisiones y animales en los patios, que sirvieron al ejército español para hacer una pequeña celebración por la victoria del día y llenar el buche, para amainar el dolor por la pérdida de los que habían fallecido. El caballo muerto también fue destazado y asado, por lo que el pedacito de carne que alcanzó cada soldado, que les recordó el sabor de la carne de res, les hizo levantar un poco el decaído estado de ánimo.

La fiebre seguía atacando al general, quebrantando su salud de roble, por lo que trataba de descansar dentro de una casa que había tomado como su aposento. El físico del ejército, ayudado por un curandero y un hierbero de Cempoala, lo atendían con remedios como tisanas de hierbas, e infusiones de flores y cortezas. Aguilar y Marina estuvieron junto a él, para comunicarse con los indios y esperar cualquier disposición del capitán general quién lograba hablar con su amigo traductor, a ratos y con debilidad.

“Funcionó la táctica que Mamexi nos recomendó… les dije a mis capitanes que pusieran especial atención en los indios que enarbolaban los estandartes y gallardetes. Cuando hubimos matado los suficientes, los demás huyeron tropezándose unos con otros.”

Las señales de delirio empezaron a hacerse patentes, según podía apreciar Aguilar, por los gestos del afiebrado y macilento general.

“No es lo mismo matar a un indio que te está atacando, que a uno que está dándote la espalda y tratando de huir con desesperación.”

Marina limpiaba el rostro del conquistador con un paño húmedo y lo cuidaba con ternura maternal, al tiempo que trataba de decirle palabras que le reconfortaran, de las pocas que ya conocía en castellano. Entonces, Cortés le tomó la mano y le acarició el brazo con una simpatía distraída.

“Querida, me alegro de que estés a mi lado. Para mañana estaré mejor y ya no me dolerán tanto las coyun-turas. Entonces, podré recompensarte tus cuidados de la forma que tanto nos gusta.”

La tez blanca lechosa de Aguilar se coloreó de manchas rosas, al ruborizarse por tener que traducir las pala-bras del enfermo, aunque ya Malinalli había entendido a medias lo que le quería decir y se había ruborizado también, dejando escapar un suspiro sigiloso.

Aguilar salió de la casa y se sentó en una gran piedra bajo la verde bóveda del bosque, sintiendo un nudo en la garganta. Levantó la vista al cielo donde nubes grises que venían del norte prometían lluvia para esa misma noche. Los últimos rayos del sol atizaban el incendio de la tarde cuando Marina se sentó a un lado de él para ofrecerle una de las tunas peladas verdes y moradas que llevaba en un plato.

“Ahora sabes quién es el hombre al que amo,” dijo Marina. En sus ojos jugueteaba una sonrisa romántica, tan refrescante como la brisa que se cuela y canta entre las hojitas de los árboles en las noches estrelladas, y que hacía florecer el óvalo hermoso de su rostro.

El traductor volteó a verla para escudriñar con la mirada la gracia prístina de ese rostro de tez dorada, que hacía contraste con la blancura de su huipil, y le sonrió.

“Creo que ya lo sabía, desde aquella tarde en Cempoala.”

“Pues sí, es Hernando,” dijo ella encogiéndose de hombros cohibida, bajando la mirada.

“Estoy contento de oír eso, pero me pregunto si él te amará de la misma manera,” continuó el ex náufrago mirando el huipil blanco de la mujer que, por ser nuevo, parecía hecho del tejido luminoso de los rayos del sol que se reflejaban en las nubes anaranjadas. “Lo sospeché desde que envió a Portocarrero a España, la expedición entera empezó a hablar desde entonces. Pero Cortés tiene una fama de casquivano… no me gustaría que te hiriera más de lo que ya te han lastimado en tu vida.”

Ella lo envolvió en su mirada serena. “Me ha contado todo sobre él, e inclusive sé de su esposa en Cuba. Me ha dicho muchas cosas mediante señas, y ahora he aprendido algo de tu idioma. Pero lo amo, y mi amor por él es completo, verdadero, incondicional.”

Aguilar no encontró en los ojos de la mujer india el más mínimo vestigio de falsedad, y si, esa vaga señal que delata el amor pleno, que solo se puede encontrar en los ojos de una mujer enamorada.

“Creo que entiendo.”

Marina acurrucó su cabeza en el hombro de Aguilar. Él pudo aspirar el perfume suave de su piel.

“Espero no herirte con estas palabras,” concluyó.

“No… de verdad. Ahora estoy más convencido que nunca acerca de mi fe, y me da mucho gusto saber que cuando menos tú estás al lado de quien deseas estar, y no forzada por nadie de estar con quien no quieres.”

Ella le sonrió otra vez y se alejó para seguir atendiendo a Cortés, ya que ambos sintieron que la lluvia empezaba a pespuntear. El originario de Écija bebió con la mirada ese cuerpo joven y perfecto en todas sus proporciones, además de elegante y fino en su arquitectura, con miembros tan llenos y ricos de forma y de sustancia, aunque lo hacía como quien admira una bella obra de arte salida de la mano de Dios, ya sin la lascivia del deseo demente, y contento por ella porque, al parecer, había encontrado el amor con el capitán general.