Kukulcán

El regreso de la serpiente emplumada

CAPÍTULO 26

Esa tarde, el viento soplaba fuerte y movía con violencia las espigas coronadas de lirios, crisantemos, y muchos otros tipos de flores silvestres. A pesar de su fuerza, el viento apenas lograba mover un poco el pesado palanquín que transportaba a Moctezuma, mientras entraba a los linderos de la ciudad sagrada de Teotihuacan. Su comitiva había salido de Tenochtitlán en piraguas hacia Tetzcoco, y de ahí caminaron varias horas hasta llegar a su destino ya bien entrada la tarde. El monarca descendió de su litera frente a la colosal masa de la Pirámide del Sol y se encaminó hacia el sur por la calzada de los muertos. No permitió que ninguno de sus guardias lo siguiera. Sabían ellos que el emperador solía ejecutar un raro ritual en esa ciudad abandonada, que contenía decenas de pirámides hechas de roca volcánica color cinabrio. Pero acerca de ese ritual nadie sabía nada, y así tenían que respetarlo. Quizá, pensaban, ahí era donde el soberano tenía contacto con los dioses, como bien todos sabían, era uno de los dones que el pueblo le adjudicaba. Con diligencia, los guardias prepararon el campamento para pasar la noche en la ciudad donde nacieron los dioses. Empezaron por levantar la tienda del emperador para que estuviera lista cuando volviera ya cerrada la noche, después de haber cumplido sus sagradas labores.

Moctezuma llegó a donde estaban las ruinas de un barrio  que  llamaban  la ciudadela, de aquel lugar en que la

población tolteca había desaparecido hacía muchas gavillas. Ya con la oscuridad de la noche, unos guardias que custodiaban un agujero recién destapado en la tierra subieron al rey a una base de madera con una silla, y sin cruzar palabra, comenzaron a bajarlo por el agujero, atado a una cuerda. Quince metros más abajo, terminó el descenso, justo en una cámara con paredes de adobe, que ya formaba parte del inframundo sagrado de los teotihuacanos. Ahí, otros guardias lo recibieron y le entregaron una pequeña tea para señalarle la entrada al túnel, un agujero excavado en el muro, y con un espacio un poco más ancho y largo que el tamaño de un hombre, y que lo llevaría a su destino a más de cien metros, a través del tepetate hasta la cámara situada justo debajo del centro del templo de Quetzalcóatl. La pirámide grandiosa, y que sólo podían imaginar cómo habría sido, porque estaba cubierta con toneladas de roca volcánica mezclada con arcilla de otra pirámide que fue construida frente a ella, suponían que por hordas de los vencedores en las guerras internas de Teotihuacan. Los adeptos de Tezcatlipoca y enemigos de Quetzalcóatl.

Moctezuma pensaba si debería aprovechar la pujanza de su pueblo para mandar miles de obreros a remover ese material, que cubría desde hacía ya más de veinticinco gavillas de cincuenta y dos vueltas del planeta al sol, ese monumento a su dios serpiente emplumada. Pero por algo que había leído en sus códices sagrados, entendía que no estaba en su destino hacer eso. Por razones confusas que todavía tenía que descifrar en esos libros secretos, se había abstenido de revelar la belleza y todos los secretos y profecías portentosas que guardaba esa pirámide de cabezas de serpiente y de jaguares, según los anales que todavía estaban en manos de su abuela.

Antes de que transcurriera media hora, recorrió la distancia del túnel y empezó a ver la luz que alumbraba la cámara sagrada, el corazón del inframundo tolteca y donde tenía cita concertada con la madre de tres anteriores señores del Anáhuac, los reyes Tizóc y Ahuizótl, además de su padre Axayácatl. Su abuela Atotoztli era la única mujer que fue alguna vez reina del imperio azteca, cuando sucedió a su padre, el emperador Moctezuma Iluicamina.

“Llegas a tiempo, como siempre. Gracias por la puntualidad,” saludó la octogenaria anciana.

“Siempre cuando la visita es a mi muy querida abuela. Jamás podría fallarte. Pero dime, ¿cómo has estado?” preguntó el monarca.

“Vivo tratando de huirle a Mictlantecuhtli, para estar contigo, aunque sólo sea en espíritu para cuando sea el tiempo de que termines la misión que te ha sido encomendada, pero no sé si lograré llegar a esas instancias. Siento que nuestro señor de la muerte casi me alcanza.”

“La culminación de esa misión no va a ser nada agradable, abuela. Ni siquiera valdrá la pena hacer mucho esfuerzo por esperar a verla. El ocaso y muerte del imperio de los dioses del mal va a ser algo difícil, y no muy agradable para nadie. Menos para mí.”

Con su rostro surcado de arrugas profundas y enmarcado por la maraña gris de su pelo, Atotoztli miró el sem-blante triste de su nieto, y por sus viejos ojos casi apagados, pero todavía vivos, los cuales reflejaban la frágil luz que había en la cámara subterránea, asomaron pequeñas perlas de llanto.

“Lo sé hijo. Por eso quisiera estar aquí, para apoyarte en tu calvario,” le dijo con suavidad, como siempre que le hablaba con su voz queda de anciana.

Moctezuma vio los textos y los rollos que la abuela tenía en un rincón de la cueva, y que usaba para estudiar algo que el emperador le había consultado, y que sin duda encontraría en los misterios profundos que guardaban esos amoxtli, lo cual le hizo recordar el propósito de su visita.

“Abuela, he cambiado de idea. Creo que es menester que me permitas llevarme todos esos textos sagrados para poder estudiarlos despacio y con mayor profundidad en mi palacio. Ya no es necesario esconderlos de nuestros enemigos, puesto ha llegado el tiempo del regreso de Quetzalcóatl.”

La envejecida reina hizo un gesto de sorpresa, pero enseguida se recompuso.

“Estos libros han sido celosamente guardados y escondidos por generaciones por sacerdotes del culto a nuestro dios, con el afán de que nunca cayeran en las manos de los enemigos. Pero puede que tengas razón, o puede que no. ¿Qué ocurriría si los hombres blancos no son lo que creemos y conquistan tu imperio y nuestros anales caen en sus manos? ¡Acabarían por destruirlos!”

“Nuestro dios Quetzalcóatl nunca va a permitir eso, y si lo permite, es porque así es su deseo. Cuando termine de revisarlos, los esconderé en lo más profundo del Cincalco, bajo la protección del espíritu del sumo sacerdote Huémac. Y acerca de lo otro, ¿Qué has investigado?”

“No mucho. He leído y releído todos estos códices, y no he podido encontrar nada. Sé que hay un símbolo sibilino que nos falta encontrar. Pero no sé en donde buscarlo. Los escurridizos descendientes de los toltecas que lo protegen se han cuidado de ser descubiertos con más esmero que nosotros nos escondemos de las huestes de Tezcatlipoca y Huitzilopochtli. No sé, ni entiendo por qué, se ocultan de los que ahora adoramos a Quetzalcóatl y lo veneramos como nuestro dios supremo.”

“Bien. Tal vez yo consiga encontrar algo que tu hayas podido pasar por alto. Te mandaré hombres de mi guardia secreta a recoger los libros. Si también quieres venir a mi palacio lo puedes hacer. Nada me daría más gusto, abuela.”

“Solo sería un estorbo, y tu sabes que la gente del imperio me cree muerta desde hace muchos años.”

“Les podremos decir que vine a Teotihuacan a revivirte. No sería nada extraño para ellos, sabiendo los poderes que me achacan y lo sagrado y misterioso de esta ciudad.”

“Vete en paz hijo. Yo me encargaré de sellar este túnel cuando todos salgamos y esperaré tranquila en mi humilde casa de Tula para hacer mi viaje al Mictlán.”

“Adiós abuela. Pronto te veré otra vez cuando ambos nos reunamos con Quetzalcóatl.”

“Así será, hijo,” la anciana le sonrió, dejando ver su boca desdentada bajo sus ojos melancólicos.

 


CAPÍTULO 27



En los días previos a su partida a la gran capital del imperio mexica, Aguilar y Marina se habían afanado estudiando con los indios que los acompañaban, cómo era el camino a Tenochtitlán, considerando hasta los más mínimos detalles. Por otro lado, la mayoría del ejército buscaba madera y construía carretillas para mover el fardaje y las municiones, además de los carromatos para desplazar los cañones de bronce y las lombardas. Otros, juntaban cera de las colmenas de abejas para fabricar velas y candelas, debido a que las bujías que habían llevado de Cuba se estaban acabando. Y así, cada quién se hallaba afanado en sus labores, según les ordenaban el general y sus capitanes.

Esa tarde, después de estudiar con los oficiales y con Cortés las opciones que tenían, el ex náufrago dibujó un mapa que serviría como guía para el camino a seguir. Marina se había retirado más temprano a su aposento en el segundo piso del palacio del cacique.

En el plan final se acordó penetrar a través de una sierra, siendo el camino más corto. Pero también se decidió no ir a Tenochtitlán como primer destino, sino llegar caminando lo más cerca posible a territorios totonacas, para medir la reacción de Moctezuma ante su avance. También, resolvieron visitar primero la nación de Tlaxcala, que era acérrima enemiga del emperador del Anáhuac.

Casi había anochecido cuando Aguilar se retiró a su habitación. Cortés y sus capitanes permanecieron un rato más en el salón principal para vivir otra de sus típicas celebraciones, acompañados de una barrica de vino. Cuando el oriundo de Écija pasó por la habitación de Marina, decidió entrar para agradecerle su gran ayuda en esos últimos días. Los guardias de la puerta le cedieron el paso sin hacerle mayores preguntas, él entró al cuarto en silencio después de pasar por la antecámara, preguntándose si estaría ya dormida. La luz muy tenue de una tea casi apagada en un pie de cobre instalado en una columna, y el débil resplandor que provocaban los rescoldos en unos braseros instalados en un rincón, al otro extremo de la larga pieza, no lo ayudaron para poder contestarse esa pregunta. La recámara estaba casi en penumbras, con apenas una leve insinuación de luz. Mucho mejor era la que entraba por una ventana, de donde se podía ver el vago resplandor de una antorcha lejana. El sonido del agua escurriendo lo sacó de sus conjeturas y le hizo aguzar el oído y voltear hacia dónde se originaba el ruido, para tratar de perforar el velo de las sombras con su mirada.

Al principio, no estuvo seguro si sólo se trataba de un juego de sombras en la penumbra, causadas por los vacilantes reflejos que danzaban de forma caprichosa en la oscuridad. Pero un instante después, pudo sentir un impulso que surgió desde un rincón de su alma, como si se tratara del conjuro de una especie de magia, que le hizo batir su corazón y lo llevó a sentir su sangre corriendo como un torrente ardiente por todos los senderos de su joven cuerpo de macho. Era la primera vez en su vida que veía a una mujer desnuda. Solo le quedaba deleitarse, y así lo hizo, se quedó contemplando a aquella india con el alma arrebatada, perdido en un ensueño al admirar ese botón de rosa humano de sensualidad cálida, cual si fuere una diosa pagana que incitaba al pecado. Un escalofrío de delicia sensual recorrió su espina dorsal, haciéndole saber lo que se sentía el poder vivir toda una eternidad en un instante, entendiendo que esa vida estaba al fin saciada y después de lo cual, sólo la muerte tendría significado. Ce Malinalli se estaba bañando, y no se había dado cuenta de su presencia.

Por alguna razón que ni él mismo se podía explicar, decidió permanecer por un largo rato, extasiado en ese remanso tibio, contemplando fascinado su desnudez morena, cálida, y de una serenidad que podía adivinar sin siquiera tocarla. Admiró en silencio ese cuerpo conformado a la perfección, que brillaba gracias al efecto de las gotas de agua. Con la ayuda de una vela prendida detrás de ella, su figura se recortaba como medalla sobre el fondo luminoso, de la misma forma que en un eclipse la luna tapa al sol. El hombre disfrutó embelesado la música de sus pechos firmes y la poesía de su cintura estrecha, la brillantez de su largo pelo negro azulado, la armonía de sus brazos delgados y la escultura de su cadera ancha, como de yegua fina, que hicieron que sintiera un impulso libidinoso bajo su cintura.

Era algo que nunca había sentido, no de esa manera. En su mente se revolvían propósitos aviesos e impíos, acompañados de un deseo irresistible de abrazarla, de besarla… de hacerla suya. Al fin lo dominaban los pecados de lascivia y concupiscencia, que por tanto tiempo trató de arrojar de su mente como si fueran un sacrilegio infame.

Cuando Marina se percató de una presencia extraña en la habitación, soltó pronto el estropajo con el que se restregaba la piel para lavarla, y tomó un albornoz sedoso que le había dado Cortés, con el que cubrió su cuerpo.

“¿Quién está ahí?”

“Soy yo, Aguilar,” contestó muy nervioso. Después se acercó al agonizante fuego de la tea para dejarse ver. “Lo siento, no fue mi intención…”

“En verdad me asustaste, Jerónimo.”

Antes de que ella pudiera reaccionar, con ansia de varón fuerte y preso de un impulso incontenible, el español se acercó y la abrazó para poner sus labios encima de la boca de la hermosa india de temperamento manso, aunque por dentro, bregaba fieramente contra aquella poderosa tentación.

No hubo rechazo de parte de ella cuando le plantó el beso. Sin reticencia, tan solo dejó que la hiciera objeto de ese arrebato y de lo que quisiera intentar, con la mansedumbre de una mujer que había pasado gran parte de su vida siendo esclava y, por tanto, todavía estaba condenada a la prisión de las costumbres.

Bañado en aquel ancho mar de amoroso aroma y deliciosa dulzura, el ex náufrago sentía el deseo dentro de su cuerpo, al tiempo que su mente se llenaba de pensamientos impuros, pero también de una infinidad de opósitas reflexiones. Pensó que eran las tretas del demonio las que lo impulsaban al deleite insensato de esa acción pecaminosa que se le presentaba harto sencilla, y recordó las brasas del infierno en donde terminaban los fornicadores que se dejaban vencer por las artes y mañas del maligno. Fue así como su ánimo horrorizado por ese acto tan vergonzoso que estaba realizando le hizo retroceder. Soltó el cuerpo de Marina y dio un paso atrás.

“Lo siento… no sé qué es lo que me está pasando.”

Ella se puso su huipil y caminó hacia la ventana. Ahí miró la calle vacía, y más lejos, el horizonte gris, en donde se podía adivinar la sábana oscura del insondable y vasto mar.

Aguilar se le acercó todavía titubeando, ya que el cuerpo de la mujer, alumbrado por la claridad lunar, parecía el de la estatua de una diosa pagana, azul de plata y de agua en el aire dormido de la habitación. En la parte del pecho que todavía tenía expuesta a los ojos del hispano, brillaban como lentejuelas minúsculas gotitas de agua salpicadas por la gracia del capricho, como si fueran pequeños diamantes que reflejaban los rayos azules de la luna.

“En verdad lo siento. No puedo explicar porque hice lo que hice,” le dijo avergonzado.

“Eres un hombre,” ella se volteó para verlo. La luz de la tea combinada con la de la luna modelaba su bello rostro. “Supongo que es algo natural,” dijo Marina, con su voz sedeña y aterciopelada.

“Pero yo soy un hombre de la Iglesia. Estoy dedicado a Dios,” continuó el ex náufrago en tono angustiado y con lágrimas en sus ojos.

“Entonces, deberás luchar con fuerza contra tu propia naturaleza, pero en algunos momentos, es posible que sea más fuerte que tú.”

“He ofrecido mi castidad a mi Dios desde hace mucho tiempo. Ahora estoy confundido, pero, aunque siento amor por ti, esto es algo que no puede ser.”

“Así mismo, Jerónimo, no puede ser,” continuó ella, bañándolo con su mirada de luz suave. “Yo te amo también, pero no de esa forma. Yo te amo como a un hermano o a alguien que me tiene afecto. Pero no como una mujer ama a un hombre, porque alguien más ocupa ya mi alma y mi corazón.”