Kukulcán

El regreso de la serpiente emplumada



​CAPÍTULO 16




Era la medianoche, cuando Moctezuma caminaba por pasillos sumidos en oscuridad de su palacio, cuyos pisos pulidos y paredes decoradas, reflejaban en zonas de luz vibrante, separadas por trechos sombríos, las llamas danzarinas de las antorchas. Fue así como pasó por salas silenciosas y desiertas, vacías a esa hora de la multitud de dignatarios palatinos que durante el día pululaban en ellas. En la cámara de cremación de aquel recinto, estaba el cuerpo de Nezahualpilli, que había sido trasladado desde Tetzcoco y ya había sido preparado para su último trámite en este mundo. Un gran comal de cobre había sido colocado en el centro de la terraza abierta al cielo, y en el comal había un montón de leña coronada por una cama de madera, donde yacía inerte el cuerpo del difunto, engalanado con sus más finos mantos y joyas. Su cara estaba cubierta con una máscara de mosaico de turquesa, y bajo su cuerpo había un lecho de pieles de jaguar. En tanto que una gran piel de un leopardo que él mismo había cazado pocos años antes, le tapaba desde los pies hasta el pecho.

El emperador estuvo contemplando el cuerpo yerto de su viejo amigo por un largo tiempo. Había dado órdenes de que a nadie se le dejara entrar después de cierta hora, incluyendo a las cuarenta y cuatro viudas, y a los casi ciento cincuenta hijos que se le atribuían al extinto y prolífico rey. Así podría despedirse a su manera de quien había sido la persona más allegada a él. Y así, solo con él, pasó las horas recordando desde el primer día a su lado, cuando su padre le salvó la vida siendo un niño que apenas había aprendido a caminar. Sin duda, aquel monarca era el único hombre que le había dado un poco de cariño y un mucho de instrucción en los años que vivió en su palacio. Años en los que aprendió mucho más que en los que pasó al lado de su propio padre, el señor Axayácatl.

Por la situación de las constelaciones, y el ángulo con que Citlalozomahtli, la constelación del cucharón menor, iba girando alrededor de la Estrella Polar, fue contando las horas que faltaban para amanecer. Casi hasta el alba, el emperador estuvo recordando el cúmulo de consejos que recibiera del difunto rey, los cuales fueron de gran ayuda para que pudiera alcanzar su investidura, pero también el hermetismo férreo con que los dos guardaron siempre el arcano secreto más grande de sus vidas: el conocimiento acerca de la verdadera historia del dios representado en códices y monumentos como una serpiente emplumada.

Con los ojos rasgados por el llanto, al darle libre curso al dolor que le apuñalaba hasta la médula, y cuando ya los primeros rayos del sol empezaban a atravesar el fino velo gris que todavía se cernía sobre el Anáhuac, el emperador tomó una varita de ocote, y la encendió con el fuego de un pebetero de granito pulido que estaba cerca. Con ella hizo arder la pira funeraria. En pocos momentos, la fogata inflamada, pirámide de carbón luminoso de rojos y amarillos de donde salían llamas y chispas de fuego, hizo temblar con extrañas sombras las decoraciones retorcidas de la terraza. La luz de la enorme fogata se fue difundiendo a través del mismo humo que despedía, para iluminar gran parte del cuadro central de la ciudad capital del imperio. En otras ocasiones y circunstancias, esa hubiera sido la señal para que los sacerdotes del teocalli mayor empezaran el sacrificio de algunas cuatrocientas víctimas, de los que habían sido los más cercanos criados del monarca fallecido, para que lo acompañaran y siguieran sirviendo en su viaje al Mictlán, como era la tradición. El rompimiento de la regla, por órdenes estrictas de Nezahualpilli, dejó muy apesadumbrados y hundidos en un mar de inconsolables lágrimas a muchos de esos fieles sirvientes que ya no podrían cuidar más a su señor.

Con el intenso crepitar de la leña que ardía a sus espaldas, y el candente resplandor rojizo, cuya vibración hacía parecer su figura como si estuviera esculpida en fuego, Moctezuma salió de la terraza. Todavía enjugándose las lágrimas, volvió al interior del palacio, tras mover una pesada cortina de algodón café que tenía bordada con hilo de oro el perfil del paisaje urbano de Tenochtitlán con todas sus pirámides. Con una seña, ordenó a los guardias, que habían estado escondidos en una antecámara, hacerse cargo de los restos de su mentor, quien había pedido que sus cenizas fueran arrojadas en la boca del Popocatépetl.

 

⁕⁕⁕

 

La pérdida de su viejo amigo, llenó de tristeza y le agrió el ánimo a Moctezuma, quien sentía un gran vacío que no podía llenar, a pesar de que trataba de distraer su atención aislándose en la galería de tiro, afinando su puntería con la cerbatana, el atlatl, la lanza, y flechas tiradas con arco. También trataba de cansarse la tristeza refugiándose en los brazos de sus doce esposas y de sus veintiocho concubinas favoritas, de las más de dos mil mujeres de que disponía en su palacio. Ese inmenso harén no era más que otra de las exageraciones del Chihuacóatl, porque el emperador siempre creyó que unas veinte mujeres eran más que suficientes para satisfacer  a  plenitud las

necesidades de cualquier hombre normal, como él, cuando era atacado por el deseo carnal bajo los influjos de la lascivia.

El saber que tendría que afrontar solo lo que habría de venir por el oriente, lo tuvo de mal talante, preocupado, pensativo, e irritable, en esos últimos meses que vivió antes de la llegada de nuevas graves que habrían de cambiar la vida del Cem Anáhuac para siempre. 




CAPÍTULO 17



La misa del Domingo de Ramos fue una festividad llena de alegría y colorido. En esa mañana luminosa, los españoles se postraron frente a la cruz con sus ramos que serían bendecidos, bajo la tibia luz del astro rey, cuyos fuertes rayos, se filtraban entre las nubes y teñían la niebla con polvo de oro. Detrás de ellos también llegaron muchos indios vistiendo sus mejores galas, y quienes acudieron de buena gana a recibir su emuku o bautismo, en esa nueva religión.

Aguilar veía con beneplácito la disposición de los nativos para recibir a su Dios, aunque le costaba trabajo explicar a los frailes la asombrosa rapidez con la que aceptaron los indios a una divinidad extranjera. La verdad que sólo él sabía, era que los indios celebraban con este acto la unión de la religión del Kukulcán que adoraron sus abuelos con la del Cristo de los hombres blancos, para así formar una sola, grande y fuerte, según se los había explicado el extraño hombre maya-español llamado Aguil-ha.

En el aire flotaba el aroma delicioso de flores, frutas, carne asada y maíz cociéndose en tortillas, sopes, tamales, totopos, y gorditas fritas. El general se acercó al traductor, quien se encontraba muy cerca de los frailes. El padre de Olmedo y el clérigo Diaz sacaban agua de un baño de madera con unas copas metálicas para mojar las cabezas de los indios adultos y a una nube de niños que los acompañaban. Formando una larga línea, todos ellos pasaban uno a uno para recibir el sacramento.

“A mí no me engañas,” le dijo Cortés al oído en un tono muy alegre. “Les hablaste de tu dios a estos indios ¿verdad?”

“Tú los acabas de decir. De lo que les hablé fue de la verdad, y ellos la conocen por sus ancestros,” contestó el hombre, sintiendo una fruición extraña, mientras que en su ánimo subsistía la convicción de que ya estaba convirtiendo al general a su causa, que era la de ayudar a cumplir la profecía del regreso de Quetzalcóatl al Nuevo Mundo, y ese, era ya el objetivo único de su vida.

“Mañana partimos. Mis capitanes y yo hemos decidido que zarpar es ya necesario y lo haremos al amanecer. Nuestros hombres no aguantan mucho en esta jungla inhóspita enredada de mangles y llena de caimanes, iguanas, y escarabajos enormes, que les infunden más miedo que el que les puede dar el saber que estamos rodeados de miles de indios que nos quieren matar con sus dardos envenenados.”

Los hombres empezaron a caminar rumbo a la tienda del general.

“¿Vamos a las costas del Norte? ¿Hacia los dominios de Moctezuma?” preguntó Aguilar.

“Así es. Vamos hacia un lugar más al norte, a donde Grijalva llegó en su expedición. Sólo que él no tuvo la suerte de hallarte y por lo tanto no pudo tener contacto con el rey que tanto mencionas. Si logramos comunicarnos con él, y por supuesto recibir algunos obsequios de su parte, nuestra expedición será todo un éxito.”

“Creo que ahí tenemos un pequeño problema,” apuntó Aguilar, al venirle a la mente un obstáculo inesperado.

“¿Cuál puede ser?”

“Que los aztecas, que así es como se llaman los vasallos de Moctezuma, no hablan el idioma maya. Creo que su idioma es llamado náhuatl, pero ya buscaré entre estos mayas a ver si alguno de ellos sabe un poco de ese idioma.”

“Dios quiera que encuentres a alguien,” dijo Cortés, un poco contrariado al saber de esa eventualidad que se le presentaba, sin tener una buena idea de cómo subsanarla, esperando que no acabara convirtiéndose en un inconveniente insalvable.

“¿No te parece hermoso ver a estos indios recibiendo el sacramento del bautismo de manos de un auténtico representante de nuestra Santa Iglesia?” preguntó Aguilar, tratando de cambiarle la cara de mortificación al general.

“Sí, por supuesto que lo es. Esta vivencia les va a dar a nuestros hombres un aliciente extra para seguir con nuestra expedición.”

“¿Sabías que los mayas de la región donde estuve practican el bautismo y una serie de ritos que se asemejan a los sacramentos cristianos que hacemos nosotros?”

Ambos hombres entraron en la tienda. Cortés empezó a quitarse las armas para quedar en mangas de camisa. La pregunta le hizo olvidar sus preocupaciones. Intrigado por el comentario, le contestó con otra pregunta.

“¿Cómo puede ser eso?”

“Allá le llaman a la ceremonia el emuku, que significa: bajada del dios. Es en esa ceremonia donde los niños mayas en edad de entrar en la adolescencia reciben el caputzihil, que es como si fuera un sacramento, comparable a nacer de nuevo.”

El general se sentó en su sillón y le ofreció a su acompañante un taburete.

“Bueno, eso sí se podría comparar mucho a nuestro bautizo cristiano. ¿Y cómo es esa ceremonia?”

“A los mayas, desde su nacimiento, se les pone una cuenta blanca en el cabello de la coronilla, y se les cuelga una concha con un hilo muy delgado atado a sus cinturas, para cubrir sus partes nobles. A cada una de las niñas las acompaña una anciana, a los niños, un hombre adulto, portando todos ellos unos paños blancos que les cubren la cabeza. Primero, se procede a la purificación del lugar. Uno por uno, los niños echan en un brasero unos granos de maíz y un poco de incienso. Cuando todos han pasado, uno de los chaces se lleva el brasero a las afueras de la ciudad, para tirarlo. Después, se riega el salón con agua revuelta con hojas de un árbol llamado copo, y de esa forma, queda el lugar purificado.

“¿Alguna vez participaste en esas ceremonias?”

“¿Que si participaba? ¡Me hubieras visto!” respondió Aguilar, dándole a entender con ademanes la intensa participación que había tenido en esos actos. “Era yo quien fungía como sacerdote principal de Kukulcán para unos, o como el dios en persona para otros, y por eso me ponían un gran penacho de plumas largas de quetzal. También me daban una vara labrada con gran destreza, y que tenía en la punta varios cascabeles de serpientes.”

Cortés sonrió, al imaginarse a Aguilar de la forma en que se describía a él mismo.

“Entonces ¡podría decirse que eres el primer religioso que ha fungido como capellán en estas tierras del Nuevo Mundo!” dijo Cortés casi riendo.

“Mientras que los sacerdotes rezaban las oraciones pertinentes, yo pasaba por cada niño y niña y los rociaba varias veces en la frente con la vara, mojada en agua mezclada con flores y granos de cacao. Después, encontré un aceite con el que los podía ungir y hacerles la señal de la cruz en sus frentes. A ninguno de los chaces le importaba mucho que antes de rociar a los niños con el agua, pronunciara yo unas cuantas palabras en nuestro idioma castellano.”

“¿Qué palabras?”

“Antes de rociar a cada niño, les preguntaba cómo se llamaban. Después pronunciaba la frase: Yo te bautizo en el nombre de Dios padre, de Dios hijo, y del Espíritu Santo con el nombre de… y pronunciaba su nombre. Así lo hacía, ya que estaba empecinado en empezar la labor que me trajo al Nuevo Mundo. Era obvio que nadie entendía lo que estaba haciendo, pero yo me sentía muy dichoso de que esos niños recibían, aunque sin saberlo, el bautizo cristiano.”

“¿Nunca te preguntaron que significaban tus palabras?”

“Pensaban que estaba hablando a otra deidad superior a mí, y, por consiguiente, no me molestaban. Yo lo hacía como una profesión de fe, a manera de dar un primer paso para consensurar las religiones del Nuevo y del Viejo Mundo en una nueva liturgia. Después de mi interpretación, uno de los chaces quitaba los paños blancos de las cabezas de los niños y les cortaba con un cuchillo de obsidiana las cuentas que tenían atadas a su cabello. Las madres de las niñas les cortaban el hilo que pendía de sus cinturas, bajo sus huipiles, y sus conchas caían al suelo, lo que significaba que ya podían casarse. A las niñas se les daba un ramo de flores para que las olieran, y a los niños se les daba un rollo de tabaco para que lo fumasen.”

“¿Qué significa fumar?” interrumpió Cortés.

“Aspirar el humo de las hojas de una planta llamada tabaco, que muy bien picadas se queman con lentitud, dentro de un rollo pequeño, hecho con mismas hojas enteras. Es una costumbre y un placer de los adultos, diría yo, equivalente a la costumbre de los europeos de beber vino hasta emborracharse. Al inhalar el humo del tabaco, la mayoría de los niños hacían las muecas más graciosas que yo he visto, y no paraban de toser por un buen rato, pero ese hecho significaba que ya eran todos unos hombres. Luego de eso, seguían los regalos a los agasajados, y más tarde, lo mejor de todo, el banquete y la fiesta.”

“Vaya que sí parece me estuvieras describiendo un bautizo en España,” comentó sorprendido Cortés.

“Para ellos, el caputzihil es el advenimiento a la pubertad, o a la nueva vida. Es el nacimiento a otra existencia de amor, de ilusiones, de fuerza, y de placeres. La virilidad en el hombre, el encanto, la gracia, y la pasión en la mujer. Por eso a los niños les dan de fumar las hojas de tabaco como señal de mayoría de edad, y por eso también cae la concha de las niñas y les dan a oler las flores, símbolo de la juventud que comienzan a aspirar con todas las ambiciones de su alma, y con todos los anhelos de su corazón. Pero eso no es todo, también realizan ritos muy similares a nuestras fiestas en las bodas, cumpleaños, y hasta en las defunciones. Todo eso lo aprendieron de sus antepasados, y ellos, de su dios Kukulcán.”

 

⁕⁕⁕

 

Durante el tiempo que la nave capitana surcaba el océano dirigiéndose hacia el norte, Aguilar pensaba en la suerte que estarían corriendo las diez esclavas regaladas a los hispanos por el cacique Tabazcoob. Demasiado tarde se le ocurrió que era muy probable que hubieran sido distribuidas entre los oficiales, para ser usadas como concubinas. Más que en ninguna otra, pensaba en Ce Malinalli, o Marina, que ya era su nombre cristiano. Ella había sido asignada al capitán Portocarrero por ser la que parecía de más alto linaje y mejor presencia entre todas, puesto que él era el de mayor abolengo entre los españoles que llegaron con Cortés, además de ser uno de sus amigos pudientes, y uno de los que más lo ayudó en los últimos aprestos de su flota, después de que el general hubiera gastado casi todo su peculio para preparar la expedición. De pronto, se acordó que en una de las pláticas que sostuviera con Malinalli, ella le había dicho que hablaba varios idiomas y que procedía de un pueblo muy cercano a Tenochtitlán. Contento, pensó que era probable que ella hablara náhuatl, y que podría ser la persona capaz de traducir de ese idioma al maya para él.

Cortés no tomó ninguna de las esclavas para su uso personal, cosa digna de encomio que causó sorpresa entre la gente que conocía su fama de mujeriego. Casi todo el ejército percibió eso como un acto demagógico, con afán de ganarse la simpatía de sus hombres, al ponerse del lado de los soldados que aún tenían que sufrir el celibato forzado, debido a las circunstancias que el destino les había deparado hasta ese momento.

El Jueves Santo llegaron a las costas de una región que ya conocían los que habían ido con Grijalva. Cortés ordenó a los tripulantes de tres carabelas el desembarco en tierra firme, mientras el resto de la flota se quedó fondeando en una ensenada cerca de un islote bautizado como San Juan de Ulúa.

Muy pocos indios se acercaron a los europeos que estaban en la playa. Mientras eso ocurría, tanto Aguilar, como Cortés, y los tripulantes de las otras ocho naves miraban aquel recibimiento. Sólo hasta que el general estuvo seguro por completo de que los indígenas no eran hostiles, ordenó el desembarco de toda la expedición, cuando ya la luna llena alumbraba la playa con su luz nacarada, como si fuera una enorme perla refulgente, con el negro terciopelo de la noche de fondo.

 


CAPÍTULO 18



Una mañana, llegó un mensajero yciucatitlantli, o correo veloz, quien traía la correspondencia que había viajado en relevos de mano en mano desde donde termina el Anáhuac y empieza el mar. Eran los pictogramas de lo que los centinelas del emperador apostados por el mar del oriente habían visto el día anterior.

Ante la notable ansiedad del correo-veloz, Moctezuma sintió que la angustia reprimida por meses volvía a salir a flote a la superficie de su alma.

“¿Qué es lo que ha pasado?” le preguntó nervioso.

“¡Unos teocallis flotando en el mar, señor!” el joven contestó con mucho temor. “Eso es lo que me han dicho que vieron sus hombres de la playa, y mandaron estos pictogramas.” Sacó unos lienzos enrollados de un tubo de cobre y se los dio al monarca, quien los tomó y de inmediato los desplegó en uno de los almohadones que rodeaban su icpalli.

En el primero, vio el burdo dibujo de lo que sería una copia del templo más grande de Tenochtitlán, pero encima de un piso azul que debía ser el agua del mar. El segundo pictograma representaba lo mismo, pero señalaba once teocallis flotantes que descansaban sobre bases oscuras de color café, las cuales seguramente les servían para desplazarse sobre el agua del mar azul.

“Teocallis que flotan en el agua…” El emperador no pudo terminar la frase y sólo atinó a cerrar los ojos ante la sensación desconcertante y el mareo que sentía al asimilar la fuerza de tan portentosa revelación.

“De los templos flotantes salen unos monstruos mitad hombre, mitad venado gigante, que tienen unos palos como de cobre, pero de un color más oscuro, que truenan y escupen fuego y matan venados desde una gran distancia,” el mensajero refirió todo lo que sabía, mientras le mostraba al rey el último lienzo que tenía pictogramas de jinetes y caballos.

El tamborcillo de oro atado a un lado del icpalli repiqueteó mientras Moctezuma llamaba al Chihuacóatl, después de despedir al mensajero. Su subordinado se presentó en la sala de inmediato y compartió el mismo asombro del rey. Así, el segundo hombre más poderoso del imperio comenzó a analizar los dibujos llevados desde los confines del Anáhuac.

“Unos dioses han llegado del oriente. No me cabe la menor duda, puesto que sólo unos dioses podrían hacer que la mole de piedra de un teocalli flote sobre las aguas del mar.”

El emperador dio la explicación clara y concisa de su interpretación a los dibujos. El Chihuacóatl no acertaba a pronunciar palabra.

“Pero creo que sería mejor que mandes traer a los astrólogos y a los sacerdotes del templo para pedirles su opinión.”

“Llamaré a los sacerdotes, señor,” contestó el Chihua-cóatl nervioso, “pero me temo que no podremos ver a los astrólogos.”

El monarca sospechó de inmediato de la existencia de alguna de las atrocidades características de Tlacotzin, mientras sentía un reconcomio de alacranes en las entrañas.

“¿Por qué no podremos verlos? ¿Es que acaso fueron a Teotihuacan a consultar a los astros?”

“Fueron al Mictlán. Los mandé sacrificar en honor de Huitzilopochtli cuando no pudieron descifrar los malos augurios de los portentos que se presentaron el año pasado.”

“¿Y los magos y agoreros del mercado de Tlatelolco? ¿Y los hechiceros y nigrománticos de los calpullis? ¿Y las viejas sibilas y pitonisas de los oráculos, y las brujas y curanderas de los templos?” refunfuñaba el rey.

“Todos ellos ya no viven para poder darnos una opinión.”

El soberano dio un fuerte golpe con su varilla de oro a un cenicero alto de jade labrado que tenía cerca, el cual se quebró en pedazos. En esos momentos, el rey sentía que la sangre se le agolpaba en el rostro, al montar en cólera por la súbita ola de furia e indignación que le invadió al oír aquello.

En medio de aquel trance, el Chihuacóatl buscaba en su mente un buen argumento que esgrimir.

“¿Cómo pudiste hacer todo eso sin consultarme?” rugió el rey, poniéndose de pie como impulsado por un resorte. Tlacotzin dio dos pasos atrás.

“Bueno, yo he tenido que tomar algunas decisiones… y con el afán de no molestarte…” musitaba tímidamente el subordinado, aturullado y sorprendido, con un tono de mortificación, debido a que sólo en contadas ocasiones el emperador hacía patente su furia, rabiando de esa manera.

“¡Pero no tomes esas decisiones tan estúpidas que no arreglan nada!” seguía gritando furioso, sintiendo que su alma se convertía en un campo de batalla de emociones encontradas.

Durante varios minutos ambos hombres permanecieron en silencio. Moctezuma respiraba fuertemente tratando de tranquilizarse un poco. En varios braseros esparcidos en la sala, ardían pedazos de una corteza especial con llama azulenca que daba aroma sin humo y ayudaba al rey a relajarse. Un poco más sereno, le habló a su subalterno.

“Desde este momento, considérate removido de tu cargo,” dijo Moctezuma, con voz altitonante.

El aludido levantó la vista. Por unos segundos vaciló, como quien no puede creer lo que ha escuchado, y espera una rectificación de parte del rey. Pero cuando no llegó, olvidó su timidez e imprecó la disposición que significaba la pérdida de su inmenso poder.

“¡No puedes hacerme esto! ¡No por algo tan insignificante! ¡Te soy demasiado útil para que me castigues de esta manera, señor!”

“¡Claro que puedo!” dijo Moctezuma, pensando que tal vez estaba siendo demasiado estricto, aunque sentía que era tiempo de deshacerse de ese hombre que mostraba esos arranques de locura impertinente, causados por el poder absoluto que hasta ese momento había detentado. Así que estuvo seguro de que aquel era el tiempo propicio, por lo que agregó: “Es más, ya lo he hecho.”

“No será tan fácil,” levantó la voz el Chihuacóatl, y en un descarado intento de nunca visto desafío, vociferó al monarca. “Tanto esos guardias que están afuera de la puerta, como los del palacio, y todos los generales de tus ejércitos me son fieles, porque yo soy quien en realidad he ejercido el mando de tu reino en los últimos años.”

Como si hubiera sido impulsado por una catapulta activada por la fuerza explosiva de la ira que había acumulado, el emperador cayó sobre aquel hombre, como un lince sobre su presa, y le propinó una severa bofetada que lo hizo callar y lo derribó, sin que pudiera defenderse.

El rey golpeó con la punta del pie el tamborcillo, que vibró con estridencia, para llamar a los guardias de la puerta.

Tras correr la cortina, entraron ocho guardias asustados, quienes habían escuchado la discusión de los dos hombres más poderosos del único-mundo.

“¡Arréstenlo!” ordenó el rey, con indecible cólera, “y enciérrenlo mientras pienso qué castigo merece quien se atreve a desafiar al huey tlatoani del imperio,” terminó casi a gritos, perdiendo su aplomo usual.

Los guardias avanzaron temerosos hacia el Chihua-cóatl. En un último intento de insubordinación, Tlacotzin, les llamó a no obedecer, puesto que era él y no el rey quien siempre les había dado las órdenes y sus puestos, y quien les pagaba sus servicios, además de recordarles que, al haber aceptado sus cargos, le habían jurado lealtad eterna. Moctezuma estaba casi apoplético escuchando las palabras de su segundo.

Tras dudarlo un instante, los guardias tomaron por los brazos al traidor, después de ver en el rostro del rey una mirada que hubiera matado a cualquier guerrero de más bajo rango militar. Nunca lo habían descubierto tan irascible e irritado, y para ellos, su enojo era sinónimo de furia divina.

Cuando se sintió perdido, el hombre se arrodilló. Cambiando su actitud, y con la voz quebrada, le suplicó clemencia al emperador:

“Perdóname, señor. Te lo imploro en el nombre de todos esos años que he colaborado contigo. Si he cometido errores a causa de mi temperamento, te pido reconozcas en algo tu culpa, puesto que tú mismo fuiste quien me designaste en este cargo. Siempre he sido tu servidor más leal, desde que cubría siempre tus espaldas cuando fui tu segundo en armas, en los campos de batalla de todas esas guerras que juntos combatimos. Por las tantas veces que salvé tu vida en esas lides, así como las que salvaste la mía, te imploro que me perdones la vida por una última ocasión.”

Las palabras de su ayudante penetraron en la cabeza del monarca, logrando el efecto deseado. En ese momento, el rey recapacitó, y con un ademán detuvo a los guardias que ya conducían al infractor fuera de la estancia. Con una mirada contundente, y precursora de futuras tormentas, les hizo saber que en caso de que la situación se llegara a saber fuera de esas cuatro paredes, ellos y todas sus familias completas encontrarían una muerte ho-rrenda. Aunque la mirada era innecesaria, ya que lo sabían a la perfección por experiencia ajena. Tras pensarlo un poco, todavía molesto con su subalterno por haberle provocado ese acceso de furia, encontró la solución para zanjar ese desagradable incidente.

 “Está bien. Voy a condonar tu desafío a mi persona y al alto cargo que represento, porque sabes de sobra que esa insubordinación no merece otro castigo más que la muerte. Conmutaré tu sentencia dándote una oportunidad para que puedas ganarte mi indulto: prestarás tus servicios en bien de tu nación, o, mejor dicho, en bien de la humanidad entera, puesto que serás el embajador que he de enviar a la costa, y quien habrá de recibir en mi nombre a los dioses que vienen del oriente.”

 


CAPÍTULO 19



En cuanto pisaron tierra firme, Aguilar le pidió a Cortés que mandara llamar a Marina. El general envió a dos de sus hombres a la nave de Portocarrero para llevarla de inmediato ante él. Se encaminaron ya con ella a recibir el saludo de los naturales, y cuando estuvieron frente a los jefes de los indios que habían llegado a la playa para recibir a los extranjeros blancos, Cortés pidió a su intérprete que les saludase como tenían por costumbre. Ninguno de los jefes totonacas pudo contestar el saludo en lengua maya.

Ce Malinalli tradujo del maya al náhuatl para la pintoresca comitiva de indios, después tradujo de náhuatl al maya para Aguilar, y éste al castellano para Cortés. Así, ante el asombro de todos, aquella hermosa esclava india se convirtió desde ese momento en una de las personas más importantes del ejército español.

“Dicen que son Teuhtilli y Cuitlalpitoc, principales de las costas y súbditos de Moctezuma,” Aguilar le hizo saber a Cortés lo que habían referido. “Mencionan también que ya han mandado el aviso a su señor de nuestra presencia y que en dos días tendremos una respuesta del emperador azteca, el señor Moctezuma Xocoyotzin.”

“¿Dos días? ¿estamos tan cerca de su ciudad?” preguntó ansioso Cortés.

“No, en realidad no está tan cerca,” Marina traducía, Aguilar traducía. Los caciques indios explicaban.

“Moctezuma tiene una gran cantidad de hombres correo-veloz que llevan su mensaje con gran rapidez, desde la costa hasta su ciudad, corriendo y turnándose uno a uno siendo un sistema muy eficaz de correo. Así, él está informado de todo lo que sucede en sus dominios.”

Aguilar se concentraba en lo que Marina le iba diciendo para así traducirlo, ponía mucha atención en las palabras, mas no en su significado, por lo que no entendía muy bien el asombro de sus compatriotas.

“Este correo-veloz sirve también para llevar pescado y camarón fresco, o cualquier otro platillo del mar, así como frutos tropicales que se le antojaran al emperador en su comida; inclusive, le consiguen hielo de los picos de las montañas para transportar la comida desde aquí a su palacio, o para enfriar sus bebidas.”

“Esperaremos pues el mensaje de Montezuma,” dijo Cortés, todavía sin poder pronunciar bien el nombre, al tiempo que se rascaba una cicatriz antigua debajo de la barba, y sin saber qué más decir.

Después del intercambio de cortesías, ya cuando los indios se retiraron y los capitanes españoles se alejaron a seguir ordenando la instalación del campamento, Aguilar se quedó solo con Marina. Ella lo veía con una sonrisa sigilosa y ojos radiantes, como estrellas, por la satisfacción de haber pasado con éxito esta primera prueba de traducción y saberse útil a la causa de Quetzalcóatl. Soplaba una brisa fresca que le mecía el cabello entre castaño y negro, la cual venía cargada de sal de mar, que se mezclaba con el olor intoxicante de flores y frutas como mameyes, piñas, mangos, y agua de coco. Aguilar le preguntó con verdadero interés sobre su suerte a manos de Portocarrero.

“Bien, me fue bien,” contestó, bajando la vista y fijándola en el suelo, con cierto asomo de amargura. “Si te refieres a ser usada como mujer, supongo que ya lo esperaba. Cuando te venden como esclava a un nuevo amo, siempre es lo primero que pasa,” continuó, con su voz clara y dulce, sin reproche velado, mirando a lo lejos a los hombres blancos que amarraban los bastidores para poner las tiendas.

“Entonces, ¿ya te había pasado esto?” preguntó el hombre sin poder creerlo, sintiendo remordimiento y culpabilidad por ser tan inocente, estúpido, y tan recto de corazón que no alcanzó a maliciar en Tabasco lo que los oficiales iban a hacer con las esclavas, para así haberla rescatado de esa situación. Hasta ese momento comprendió que lo primero que siempre hacían los soldados, como si fuera ritual ineludible, era forzar a las mujeres de las huestes enemigas, como si fueran trofeos de guerra, para desahogar sus apetitos venéreos y sus más bajos instintos por tanto tiempo contenidos, y mediante esos desafueros que en su mente cobraban tintes de venganza por sus compatriotas muertos, así engrandecer ante sus propios ojos y para regocijo de su corazón, la victoria conseguida.

“Varias ocasiones. Desde que tendría unos nueve años y me vendieron por primera vez a un mercader de esclavos, un pochteca azteca, que me llevó a tierras mayas, y me vendió al mejor postor.”

“Me habías dicho que venías de una familia noble,” continuó el español mientras observaba el pelo de la muchacha india agitarse por un lene vientecillo que soplaba del mar.

“Soy hija del que fuera gobernador de Paynala,” continuó Marina con dos perlas de llanto jugueteando en sus ojos, y un dejo de tristeza en la curva delicada de su boca tan fina que enmarcaba un mentón grácil. “Mi madre murió cuando nací, y mi padre, que me enseñó todo el amor y cariño que pueden sentir dos seres humanos, contrajo segundas nupcias. Después, todo cambió… mi padre murió envenenado y a los pocos días yo fui raptada por unos pochtecas que habían sido sus amigos. Después supe, porque los oí en una noche que se embriagaron, que el propio hombre que me raptó y me violó, había matado y quemado a una niña de mi edad para que mi madrastra la presentase como mi cadáver y mi pequeño medio hermano, Ixcahuatzin, fuese el heredero del poder de mi padre.”

Aguilar no pudo contener el impulso de abrazar a aquella pobre muchacha que era la viva imagen de la desolación, hundida en un mar de llanto. Sin encontrar las palabras adecuadas para calmar un poco aquellos dolorosos recuerdos de una vida llena de ruindades, dejó que su mano acariciara la sedosa cabellera y por un momento sintió pena por haber hecho que esos ojos tan hermosos que hasta parecía que se podía contemplar el infinito en ellos, estuvieran anegados en llanto por su culpa.

Mientras la brisa húmeda del mar los bañaba con su aroma salado y el cielo empezaba a pardear, el hispano sintió ese frágil cuerpo tibio pegado al suyo, que se convulsionaba al ritmo de su llanto, y entonces fue que le vino a la mente que ese podría ser un motivo poderoso, la venganza, que podría estar impulsando a Malinalli a tratar de ayudarlos a conquistar esas tierras.

 

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Al día siguiente, cuando se ponía el sol bajo un cielo gris de nubes y el campamento seguía terminando de instalarse, vibraron las campanadas del Avemaría en el aire quieto de la tarde para llamar a los españoles a celebrar la misa de Viernes Santo.  Cortés, los capitanes, y los demás

que contaban con prendas de ese color, vestían de riguroso negro como lo ordenaba la tradición cristiana. A lo lejos, Aguilar pudo divisar a algunos espías aztecas muy ocupados en su tarea de plasmar en sus lienzos todos los movimientos del real español, sin poder distinguir lo nerviosos que estaban al ver a tantos hombres blancos vestidos del color sagrado que solo a los más altos sacerdotes aztecas les era permitido usar. Ni él mismo podía sospechar el momento trascendental que se estaba cumpliendo en ese instante, ya que esa fecha, apenas siguiendo al primer plenilunio posterior al equinoccio de la primavera, el 17 de abril de 1519, nueve-viento del año uno-caña para los naturales, era el día exacto del nacimiento de Quetzalcóatl, en el único año dentro de su ciclo del siglo azteca de cincuenta y dos años, dedicado a la serpiente emplumada, y el día que el dios blanco y barbado les prometió a los toltecas regresar cuando partió hacia el oriente. Aunque ignoraba todo eso, algo muy hondo en su fuero interno le dio la certidumbre de que su presencia en esa tierra, y la celebración de esa misa, estaba cumpliendo una profecía que había sido dicha a los naturales del Nuevo Mundo casi mil quinientos años atrás.

Al tercer día de la visita de Teuhtlilli y Cuitlalpitoc, el campamento aún no terminaba de instalarse cuando recibieron de nuevo la visita de los caciques de la costa con la respuesta de Moctezuma, quien les mandó decir que se encontraba de lo más contento con el arribo de hombres tan valerosos, puesto que ya tenía noticia de los sucesos en tierra de Tabazcoob. También les avisaba que en cuatro días llegarían sus embajadores a recibirlos, como tan distinguidos huéspedes merecían.

Además de los saludos, Teuhtlilli y Cuitlalpitoc llevaron con ellos a cinco indios que cargaban unos atados y unas cestas de bejuco de buen tamaño que contenían una gran diversidad de pequeñas joyas de oro, plumas y piedras preciosas que dejaron boquiabiertos a los españoles. Pero mayor fue su sorpresa cuando los indios les explicaron que eso era nada más un pequeño presente que el emperador había mandado a Grijalba cuando desembarcó en ese mismo lugar, pero por desgracia había llegado tarde, cuando la expedición ya se había retirado a Cuba. Emocionado ante la inesperada riqueza recibida, Cortés los invitó a presenciar la misa de resurrección, y sin muchas excusas en su mente, los caciques no tuvieron otro remedio que aceptar.

Los señores dignatarios del Totonacapan, fungiendo como emisarios del monarca mexica, siguieron con atención la ceremonia de aquellos seres blancos y barbados, esperando emocionados algún portento sobrenatural, como debía suceder en un rito donde dioses llegaban arrodillados ante los que parecían ser los sacerdotes de algún ente superior. Pero a medida que transcurrió la misa y Aguilar y Marina les explicaron lo que sucedía, la desilusión se fue dibujando en sus rostros.

“¿Y no hay sacrificios de sangre en su ritual?” preguntó Tehutlilli con timidez, acercándose al oído de la intérprete.

Adivinando la intención de la pregunta, y conociendo a la perfección la mentalidad de aquellas personas, la bella india les contestó con astucia.

“Lo que hay en aquella copa de plata, es la sangre de su propio Dios, que será tomada por todos estos hombres para alimento de sus almas,” les aseguró, mientras una bella sonrisa se dibujaba en su rostro de tez morena clara, que a veces parecía iluminada por dentro.

Aquello superó por mucho las expectativas de los nativos, acostumbrados a ver la decapitación y el des-membramiento de simples seres humanos en la piedra del sacrificio, y como se alimentaban los platones de los dioses con corazones extraídos de víctimas de guerra, y pintaban con su sangre las paredes de los templos. Pero eso no era nada, comparado con el interés dramático que agregaba a la ceremonia el hecho de poder comer el cuerpo y beber de una copa la sangre del mismo Dios, como les decía la mujer que hacían los embajadores de Quetzalcóatl. Por ese motivo, sabiendo que estaban contemplando un acto extraordinario, divino, y nunca visto por ninguno de ellos, no dejaron de sonreír por el resto de esa tarde.

A Cortés las cosas se le presentaban de manera muy sencilla, y al parecer, en las cuestiones de la suerte las traía todas consigo. Todo eso lo tenía de magnífico humor. Pensaba que el simple hecho de haber entablado conversación con Moctezuma significaba la meta alcanzada de la misión por la que Velázquez lo había mandado en un principio, y con mucho, había superado lo logrado por las anteriores expediciones. Después de aquello, esperaría a los embajadores del emperador azteca para recibir el presente que de seguro le llevarían, y así podría regresar a Cuba con grandes tesoros, y más exitoso de lo que jamás había soñado.

Ya con eso, pensaba, el gobernador de Cuba no podría recriminarle sus acciones y acusarlo de traición ante la corte de España por haber desobedecido a los emisarios que le ordenaron cancelar el viaje. Cuando menos, aquel rescate y el contacto con el emperador azteca justificaba cualquier acusación y le evitaría, tanto a él, como a sus capitanes, el ser arrestados y enjuiciados con el peligro de morir ejecutados.

Todos juntos habían corrido el riesgo, y lo sabían bien cuando decidieron desobedecer la autoridad, pero como buenos  hidalgos  de corazón indómito, no iban a cancelar

su expedición cuando ya la tenían toda armada, los hombres contratados, las naves listas y cargadas, y se habían gastado la mayor parte de sus fortunas para tener el derecho a compartir las honras y los provechos que pudiera dejar esta nueva y promisoria expedición.

Sabían que vivían tiempos en que el cristiano que no era rico de nacimiento tenía que buscar fortuna de una sola manera: tirándose a las armas. Aunque provenían de una nación que había estado enzarzada en constantes guerras por ochocientos años, el auge de las campañas militares contra los moros en Iberia, y contra italianos y germanos en Europa, ya había pasado y no había mucho que lograr por allá. El lugar más atrayente para los hidalgos que querían fundar casa y blasón, y así grabar sus nombres a fuego y acero en los anales de la historia, con la posibilidad de terminar al mismo tiempo inmensamente ricos, era sin duda la conquista del Nuevo Mundo. Algunos de ellos procedían de familias famosas por sus logros militares y ellos no querían quedarse atrás, existiendo la oportunidad de engrandecer sus ya casi nobles nombres y apellidos. Varios de los oficiales, frustrados por haber participado en otras expediciones donde encontraron más peligros que provechos, pusieron su esperanza en el capitán Cortés, esperando que tuviera la audacia y la temeridad que a los otros le habían faltado. La descarada muestra de desafío a la autoridad de Velázquez, la cual había agradado, e inclusive atraído, a otros capitanes y soldados, fue una buena forma de iniciar esa aventura.

Sin embargo, el grueso del ejército no compartía el entusiasmo de su general por el contacto establecido con Moctezuma. El ánimo había decaído después de haber visto la maniobra ordenada por el extremeño, de desembarcar  sólo  tres  de  las  once  naves  para observar cómo

eran recibidos por los aborígenes, como si fueran conejillos de indias, aunque en el fondo sabían que esa era una de las funciones de una parte de las actividades de un ejército, no muy diferente a la función que desempeñaban los maestresalas, quienes tenían que probar todos los alimentos y bebidas que recibían de los indios, antes de servirlos a los españoles, debido al riesgo que se corría de que pudieran estar envenenados.

Aunque todos los días construían las casas de carrizo con techos de hojas de palma, como si fueran a pasar una larga temporada, la mayoría quería ya retirarse a Cuba con el botín de oro que habían conseguido y que era más del que se obtuvo en todas las anteriores expediciones. De esa manera, no estarían expuestos a ser sorprendidos por alguna emboscada del emperador azteca.

Un gran número de indios les llevaban mucho maíz, aves, conejos, coyotes, legumbres, y bebidas como limonada, tepache, agua de jamaica, y aguamiel de los cañales. Aprovechando la abundancia, los hispanos devoraban los deliciosos platillos que los cocineros preparaban, hasta quedar ahítos y somnolientos, preguntándose si los indios no los estarían engordando adrede, al prepararles platillos exóticos y deliciosos como chorizo de venado, tacos de pescado, o guisos con nopales, como si los estuvieran cebando para fines más oscuros que los de la simple amistad.

Los capitanes le habían hecho notar a Cortés la posibilidad de que se tratara de una estratagema del emperador, porque les parecía inverosímil que un rey tan poderoso de tan vasta nación se hubiera prodigado de esa manera con un regalo tan espléndido a unos extranjeros que ni siquiera conocía. Todos pensaban que era más explicable esa munificencia a manera de anzuelo, como un malicioso ardid, para retenerlos en esas tierras en tanto que movía su ejército para aniquilar al enemigo antes de que se marcharan lejos, para que no llevaran noticias de su existencia a otras partes del mundo.

 


CAPÍTULO 20



Los días que siguieron en espera de los embajadores fueron de intenso calor y gran tensión, lo que a la sazón provocó que el ánimo del ejército se hallara bastante exaltado y soliviantado, con intentos de rebelión. Cortés se había refugiado en su nave para no alternar con nadie, más que con algunos de sus más cercanos, cosa que acrecentaba la indignación de los soldados y levantaba las voces de protesta de los hombres, quienes estaban ya cansados y sentían que la expedición había ya llegado a su fin de manera exitosa, por lo que esperaban con ansia la orden del regreso a Cuba.

Aguilar y Marina pasaban las horas entrevistando a numerosos jefes indios que llegaban al campamento deseando entablar conversación con los extranjeros. Por orden de Cortés, se designó una choza acondicionada para recibir a los visitantes, y por supuesto, para recibir sus regalos, casi siempre de oro, perlas, y otras joyas tan valiosas como las primeras.

Una noche, el general mandó llamar a Aguilar a la nave capitana, porque quería recibir el reporte de la información que su traductor iba obteniendo de los indios con los que hablaba. El extremeño también temía a la posibilidad de una emboscada que les estuviera preparando Moctezuma, y eso lo tenía abrumado y bastante preocupado. El traductor no dejó de advertir los comentarios que hicieron los soldados a su paso rumbo a la nave, cargados de frases burlonas y de desprecio hacia su jefe, por lo que consideraban falta de hombría, el no tener los compañones suficientes para hacer frente a su propio ejército.

Cortés tenía rato aplicado en oír el leve murmullo que hacían las onduelas que lamían el casco de la carabela, mientras perdía la mirada en el reflejo de la luz del campamento, que brillaba sedoso sobre el agua dormida. Bajo el manto de la noche, oyó los comentarios que su amigo le transmitió de la situación del real, que estaba movido y podría levantarse en cualquier momento. El ex náufrago no podía ocultar el nerviosismo que sentía por el cariz que estaban tomando las cosas, que no apuntaban bien. El general, tranquilo y sin apuro, al menos de forma aparente, soslayaba esas opiniones como si no le importaran un bledo.

“¿Y qué has sacado en conclusión de tus charlas con los indios?” preguntó a Aguilar, cambiando el tema.

“Son jefes de pequeños poblados cercanos. Todos ellos vasallos de Moctezuma, y no muy contentos con serlo.”

La última frase llamó la atención de Cortés con gran fuerza, pero la guardó en su memoria para una mejor ocasión.

“¿Que has indagado con ellos acerca de tus teorías de ese dios serpiente emplumada?”

“No mucho. Estos indios están muy lejos de las grandes culturas maya y tolteca, y casi no recuerdan que hace mil quinientos años, por estas tierras caminó un ser más luminoso que el sol. Sí han oído que en los grandes centros ceremoniales se le venera como un dios más, de los muchos que existen en la cosmogonía de los naturales. Para saber más sobre Quetzalcóatl, creo que tendremos que esperar a hablar con sacerdotes y gente de lugares más cercanos a Teotihuacán.

“¿Crees que debemos esperar a los embajadores de Montezuma? ¿No piensas que tal vez quiera emboscarnos, y que algún día amanezcamos rodeados de miles de sus guerreros?” preguntó Cortés, cambiando de conversación a un tema que le era menos incómodo.

“Creo que debemos ir a su ciudad,” contestó Aguilar tajante, lo que hizo que los ojos del castellano se abrieran de una manera inusual.

“¿Has perdido la razón? ¡Sería una locura siquiera pensar en esa osadía inimaginable! ¿Qué vamos a hacer cuatrocientos hombres avanzando contra cientos de miles…?”

“Recuerda que nosotros somos los emisarios de un dios que ellos están esperando desde hace quince siglos. Quetzalcóatl mismo profetizó nuestra llegada y Marina dice que si llegamos en representación de un dios, nadie se atreverá a atacarnos. Ni siquiera Moctezuma.”

“No creo que Montezuma sea tan devoto a ese Quetzalcuate, como para recibirnos con los brazos abiertos.”

“Difiero de tu forma de pensar. Alguna vez me dijo Acab Cambál que todas las naciones que ahora habitan el Valle del Anáhuac, incluyendo a los aztecas, se consideran descendientes de los desaparecidos toltecas, aunque en realidad no lo sean. Quetzalcóatl fue el dios principal de esa cultura, por lo que no veo por qué no…”

“¿Y por qué dices que en realidad los aztecas no son descendientes de los toltecas?” preguntó el general, sin entender muy bien de lo que estaban hablando.

“Es tarde ya y quizás estés cansado. Además, lo que te voy a contar es difícil de entender. No quiero que pienses que lo que digo son solo sandeces salidas de la cabeza de un orate. Si quieres, podemos platicar un poco más al amanecer.”

“No tengo sueño, y creo que no podría dormir por el gran desasosiego que me tortura el ánimo. La noche es larga y no tenemos nada más que hacer. Te escucho, Jerónimo.”

“Bueno. ¿Cómo empezar?”

“Directo al grano,” dijo Cortés, tratando de que el ex náufrago fuera al meollo mismo de sus suposiciones, como si buscara en todo ese manantial de revelaciones, una que desembrollara todos los enigmas y que le hiciera aceptar las teorías del traductor sin reticencias.

“Los aztecas llegaron al valle del Anáhuac mucho después de que los toltecas hubieran desaparecido. Tan sólo quedan ruinas de la ciudad de Teotihuacan, la ciudad que Quetzalcóatl fundó siglos atrás. Los aztecas arribaron tras peregrinar desde un lugar llamado Aztlán, guiados por Huitzilopochtli, su dios de la guerra, y quien los condujo a asentarse en la isla de Tenochtitlán, y, según afirman, los protegió hasta convertirlos en el pueblo más poderoso del imperio que ahora son. Pero, eso sí te digo, Huitzilopochtli no tiene nada que ver con Quetzalcóatl. Por el contrario, pareciera que uno fuera la contraparte del otro. Como si comparáramos a Jesucristo con el demonio.”

Cortés miraba pensativo a la luna, que iluminaba la cubierta de la nave con su luz aperlada bajo un negro manto de estrellas que temblaban en el infinito, y por alguna razón sentía como si en ese momento el universo entero también los estuviera observando en reciprocidad. Escuchaba obtuso las palabras de Aguilar sin entenderlas del todo, reacio todavía a aceptar lo que oía. Por momentos, el general español se preguntaba si las cosas que le decía serían verdaderas o era sólo vesania provocada por todo el tiempo que vivió perdido en tierras mayas. Sus razones eran muy convincentes, pero difíciles de aceptar, y la obligación de él como general de la expedición era primero tratar de evitar equívocos y asegurarse de que la mente del náufrago no hubiera sido afectada por la jungla, o por algún encantamiento de algún brujo maya que lo hubiera hecho extraviar la razón. No lo hacía sólo por disentir de todos los argumentos que su amigo le exponía, pero su escepticismo innato y naturaleza reluctante, lo hacían oponer terca barrera a algo que parecía de fábula e ilógico a todas luces. Además, tenía que cerciorarse si no había alguna oscura índole que hubiese convertido a Aguilar en un idólatra irracional.

En esos momentos, sentía un cierto coraje de no ser un sabio y conocer mejor sobre cuestiones religiosas y sobre la historia misma del mundo. Le frustraba su ignorancia y su pequeñez, el no tener el suficiente caletre para hacer una fina penetración de un asunto tan abstruso, y así tomar una determinación. Consciente de su propia imperfección, tardíamente se arrepentía de no haber usado todo el tiempo que pasó en la Universidad de Salamanca, en sus años de estudiante, para empaparse de sabiduría, en vez de perderlo en sus entusiasmos juveniles persiguiendo faldas. En ese momento se daba cuenta de que sólo era un improvisado, y que en realidad no estaba listo para comandar una expedición como la que dirigía, a pesar de que por mucho tiempo así lo creyó. Sentía que no era, ni jamás lo sería, el gran hombre que siempre soñó ser, por mucho que aún siguiera abrigando esa vana esperanza.

Aguilar notaba a su amigo distraído, como si estuviera absorto en un sueño interior, y empezó a dudar si el general lo estaba escuchando; pero su apremio irresistible y su ferviente deseo de convencerlo de una vez por todas de la verdad de sus razones, y con el afán de hacerlo que se uniese a su empresa espiritual, lo motivaron a no dejar caer el tema.

“Antes de que Acab Cambál muriera, después de que rodó por los escalones de la pirámide y lo tomara entre mis brazos, me vio con una mirada vidriosa, sintiendo que ya había llegado la hora de su muerte. Tomé su mano que temblaba, sabiendo que nada podía hacer por él. Lloraba en silencio, esperando el momento del desenlace. Trató de esbozar una sonrisa, y bisbiseando, entre hilos de sangre que escurrían de su boca, tuvo la fuerza para proferir la oración que su dios Kukulcán les enseñó para la hora de la muerte.”

Cortés miró confundido a Aguilar. Cada vez pensaba con mayor seriedad en que era muy posible que el hombre no estuviera del todo en sus cabales, por insistir en sacar a colación comentarios tan absurdos que no llevaban a ninguna parte.

“Pronunciada en español, dice esto: al llegar el alba, me inclinaré ante su presencia,” continuó el ex náufrago, “pronunciado en maya antiguo, como me lo dijo Acab Cambál, suena más o menos así: Eli Lamma Sabactani.”

 

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Al principio, no pasó nada. Después, lentamente, el general sintió como si esa oración le hubiera tocado alguna cuerda sensible muy dentro de él, instantes después de oírla. De repente, sintió como si algo se hubiera abierto dentro de su cabeza, como si algo muy fuerte le hubiese golpeado en la nuca, haciéndole correr un escalofrío por la espina dorsal y erizándole la piel. Vertiginosamente sintió como si un rayo le hubiera caído en la cabeza y un refulgente resplandor se le anidó en los ojos e hizo que los abriera ampliamente, al momento que un cúmulo de emociones irrumpía en abrumadora confusión y en tumultuoso tropel en sus sentidos, haciendo que todas ellas se apelotonaran juntas en torrente luminoso.

Fue un sentimiento extraño al principio, pero agradable luego. Como si la innegable verdad súbitamente se le hubiera revelado completa en toda su gloria ante los ojos del alma, e hiciera que todo su ser vibrase de emoción irrefrenable. Como si la voz de Dios hubiese resonado en el rincón más recóndito de su encrucijada y en un ínfimo instante la hubiera desvanecido y desenmarañado. Por su mente pasó fugazmente la oración que se dice en la eucaristía, antes de comulgar, y que viene del evangelio de Mateo, la cual se originó por unas palabras expresadas por un soldado romano que tenía fe ciega en Jesús: Una palabra tuya bastará para sanar mi alma. En su caso no fue una palabra, sino tres, pero qué más daba. Seguía mascullando, y no atinaba a elaborar las ideas que quería decirle a su compañero, quien le veía sonriendo.

“Pero no puede ser… esas palabras… Nuestro Señor…”

“Exacto,” lo interrumpió Aguilar. “Esas son las mismas palabras que pronunciara Jesús en voz alta antes de morir en la cruz, y que los soldados romanos no entendieron, pensando que llamaba al profeta Elías, y las que la Iglesia dice que son parte del Salmo veintidós, con las que cuestiona a su padre el haberlo abandonado… aunque eso sea motivo de otra contradicción peor, puesto que todos sabemos que Dios Padre nunca nos abandonaría, y mucho menos a su hijo en ese trance.”

“Entonces, ¿crees que Jesús estaba…?”

“Rezando en idioma maya al momento de su muerte. Quizás, para mandar un mensaje. Tal vez a ti y a mí, debido a que ahora somos las dos únicas personas en el mundo que sabemos esto.”

Los dos hombres ya no encontraron más argumentos para seguir platicando por el resto de la noche. Después de contemplar juntos el cielo constelado, y de deleitarse con el brillo de la luna tras seguir por varias horas el movimiento lento de las estrellas lejanas y serenas, el alba los sorprendió recargados en el barandal de cubierta. La nave se mecía con suavidad bajo un cielo que poco a poco iba perdiendo sus puntos de luz para pintarse de un tono rosado con celeste. El lucero de la mañana todavía brillaba en la bóveda, por encima del horizonte, donde debería pronto salir el sol. Recordando la revelación que le hiciera Aguilar, el general todavía lloraba un poco, pero tenía los ojos henchidos de todas las otras lágrimas que su bizarría le impidió verter. En el fondo, Cortés era un hombre creyente, por lo que para ese momento ya se había rendido por completo a la verdad que el ex náufrago le había expuesto. Al haber oído tan hermoso precepto, que por fin entendía a fondo, todas sus dudas se habían disipado. Pensaba ya que era Dios mismo quien le había mandado al originario de Écija para ayudarlo a realizar una labor que ya les había predestinado a ambos siglos atrás, desde el día en que Quetzalcóatl prometiera regresar al Nuevo Mundo.

Alegre por haber dado fin al debate nunca interrumpido que lo había abrumado durante los últimos días, el general supo entonces que la historia de la serpiente emplumada ya no era más un enigma que le picaba la fantasía y la curiosidad, sino que en su mente era ya verdad indiscutible a la cual había dado crédito pleno. El hombre había tomado ya la decisión de creer en todo lo que Aguilar le había contado y decidió sublimar su futuro a una cómoda decisión: seguir el camino trazado por Dios, poniendo todo en sus manos y dejando que fuera él quién guiara sus pasos.

“Así como te sientes ahora, me sentí yo cuando Acab Cambál murió. Como si de repente toda la verdad se hubiera abierto en un instante y también pude experimentar el peso de la responsabilidad al entender el tamaño de la cruz que Dios me había asignado para que cargara. Comprendí entonces la dimensión de la responsabilidad que me tocaba llevar a cuestas.”

“Siempre me he visto como un hombre demasiado pequeño,” dijo su interlocutor, con la vista fija en el horizonte, como si tuviera los ojos perdidos en un ensueño lejano. “Nunca he estado satisfecho como soy, como me hizo Dios. Quisiera ser alto como Pedro, o fuerte como Gonzalo, sin embargo, mi Señor no quiso que fuera ni tan alto ni tan fuerte como ellos… ni tan versado como tú. Pero ahora me siento diferente, soy el jefe de esta expedición, y por lo tanto, el único responsable de que el deseo de mi Dios se cumpla. Aunque mi deber era ser cauto y siempre tomar la mejor decisión, y pese a que ya no cuento con el aplauso de muchos de los nuestros, se hará lo que tu propones, Jerónimo, aunque nos vaya la vida en el empeño.”

“No te preocupes general, nuestras vidas y la suerte de esta expedición están en las manos del Señor. No somos más que instrumentos dentro de sus planes divinos y Él sabrá lo que tenga por bien hacer de nosotros. Yo también así me sentí, con muchas dudas, y lo mismo juré a pesar de ellas, cuando al fin me di cuenta de la misión que me ha sido encomendada en este mundo. Me alegro mucho de que te sientas igual.”

“Toda mi vida he deseado ser alguien grande,” agregó Cortés, “por eso me he acercado a hombres como Velázquez, porque ansiaba estar en su lugar y ser como él: el conquistador de Cuba. Siempre he admirado el coraje y la valentía fuera de toda proporción que demostró Colón en su viaje de descubrimiento, y su poder para sofocar una rebelión como la que ahora se gesta contra mí. No sé cuál fue el motivo que tuvo Colón, que le provocara intentar tan grandes empresas y lo impulsara a tan insólita hazaña, pero ahora yo ya sé cuál es el motivo que me inspirará a conquistar este gran continente para España.”

“Y en principio de cuentas, para el cristianismo,” atajó Aguilar.

“¿Estás seguro de que el siguiente paso es ir a Tenochtitlán?” preguntó el hombre, secándose las lágrimas con la mano.

“Acab Cambál me dijo también que nada podremos hacer para derrocar a esos dioses paganos que se adoran en estas tierras, y no podremos erradicar su idolatría por completo, para así traer la fe verdadera, si no lo hacemos desde el epicentro y corazón del Nuevo Mundo, que es la ciudad de Tenochtitlán. Sólo allá, derrocando al dios-demonio Huitzilopochtli, o Tezcatlipoca, seremos capaces de introducir el cristianismo en toda esta tierra. Pero no me preguntes si estoy seguro de este paso, porque no lo estoy. Creo que debemos esperar un poco. El Señor nos ha de mandar pronto una señal de lo que debemos de hacer. Él nos ha de guiar por cualquiera que sea el sendero que nos tenga trazado.”

 

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Esa misma tarde, cuando los españoles vieron el grupo de indios que llegaron al campamento ataviados de forma tan suntuosa, pensaron que de seguro deberían pertenecer al séquito que acompañaba a Moctezuma. Cinco embajadores vestidos con más gala que cualquier rey de Europa, por la riqueza de sus adornos que centelleaban ante los ávidos ojos de los hispanos, llegaron cargados sobre literas adornadas, y con una verdadera procesión de acólitos, sacerdotes, y guardaespaldas guerreros acompañándolos. Cortés salió al frente de ellos con su mejor capa de seda, que en otras circunstancias se hubiere visto bella a los ojos de su ejército. El general saludó a los recién llegados sin poder ocultar su nerviosismo.

“Son los embajadores del emperador Moctezuma Xocoyotzin,” anunció Aguilar a los jefes españoles, según las palabras que doña Marina le decía en idioma maya. “Este señor es el Chihuacóatl, representante directo del primer orador del imperio azteca, y trae con él los saludos de su señor y unos presentes que espera sean de nuestro agrado.”

“Saluda al rey Montezuma de mi parte,” contestó Cortés emocionado, saboreando el placer anticipado, cuando oyó las últimas palabras de su intérprete, y al ver que la mitra del tocado en la cabeza del Chihuacóatl era de oro sólido con incrustaciones de esmeraldas y coronado por vistoso penacho de plumas. “Dile que nosotros somos también embajadores del gran rey don Carlos de España, allende el mar, y que nos ha mandado para presentarle sus saludos a tan ilustre monarca,” concluyó, al momento de quitarse la montera y hacer una leve inclinación.

Pero según ya lo había planeado con el general, Aguilar no traducía las palabras que él pronunciaba y que sus hombres oían. Lo que decía a los embajadores era que ellos representaban a los emisarios del gran dios Quetzalcóatl y que habían llegado para preparar su retorno. Los aztecas escuchaban atónitos la revelación que les hacía el hispano por medio de Marina. Apenas lograban entender lo que la muchacha les explicaba, con frecuencia veían a Cortés con expresión de incredulidad al saber que estaban ante la presencia de los verdaderos representantes de un gran dios ancestral.

“Los embajadores de Moctezuma le harán llegar a su señor este saludo,” finalizó el traductor, para que lo oyeran los capitanes. “Pero antes de retirarse, solicitan tu permiso para hacer unos dibujos de nosotros y así su soberano nos pueda conocer como somos.”

“No tengo ninguna objeción,” remató Cortés sonriendo y buscando a quienes llevaban los presentes.

Tres pintores-escribas se acercaron al general y a sus oficiales, y desplegaron en el suelo unos lienzos de un material grueso, semejante al papel o a la tela, hechos de fibra de cáñamo. Ante la mirada de los sorprendidos españoles, empezaron a dibujar con los dedos de sus hábiles manos los rostros y cuerpos de Cortés y sus capitanes con una rica variedad de colores naturales. Además de los dibujos, los mantos eran exornados con mucha prolijidad con maravillosos pictogramas. Todos sonrieron cuando vieron como dibujaron exagerando la apostura del capitán Alvarado y su cabello que fue pintado de una tonalidad roja muy subida, mientras realizaban los trazos y pronunciaban la palabra Tonatiuh, que según les explicó Marina, significaba hijo del sol.

“Una vez, estando en Mayapán, unos pochtecas aztecas me hicieron un dibujo como estos en una especie de papel grueso, hecho de una fibra que llaman henequén. Eso fue hace ya varios años,” dijo Aguilar.

“No sabía que ya habías tenido contacto con gente de esa raza azteca,” contestó Cortés.

“Sólo fue una corta visita que hicieron al halach uinik Muluc Tukal. Mi amigo Acab Cambál y yo estábamos también visitándolo y viviendo en su palacio. De hecho, al verme, los comerciantes aztecas trataron de llevarme con ellos a Tenochtitlán. Pero les dije que aún no era el tiempo para que Quetzalcóatl retornara al Valle de Anáhuac. Lo que sí me llamó mucho la atención fue su apariencia y elegancia, además de su lujosa indumentaria y los aires de superioridad que demostraban hacia el resto de la gente. Por eso pregunté a Cambál sobre ellos, y él me explicó todo lo que sé de Moctezuma y los aztecas.”

Un murmullo de admiración brotó de las gargantas de los españoles cuando los indios que llevaban los presentes en envoltorios de mantas los descubrieron, e hizo brillar sus ojos con destellos significativos al tiempo que casi temblaban intentando reprimir su emoción. Ante sus atónitos ojos estaba en concentrado esplendor una fortuna babilónica en oro, plata, y otras joyas, que antes de ese momento, sólo pudo ser concebida en los más audaces sueños de todos esos hombres. Gran cantidad de objetos resplandecían bajo los rayos del sol: ricos mantos tejidos con destreza, perlas en torrentes, diamantes en constelaciones, y una gran cantidad de esmeraldas, zafiros, rubíes y turquesas, cortados y labrados en una diversidad interminable de figuras de caprichosos diseños que arrojaban fulgores que reverberaban bajo los rayos del sol ardiente, de una manera tan intensa que molestaba a los ojos.

Para finalizar, fue descubierta una gran rueda de plata pura con infinidad de dibujos en relieve de símbolos ajenos al entendimiento de los hispanos. Después, descubrieron otra rueda, un poco más grande y de oro macizo, también labrada con complicados diseños que debían su belleza a la combinación de detalles. Doña Marina explicaba a Aguilar que los raros glifos representaban al sol y a la luna en el calendario azteca. El ex náufrago traducía sus palabras, aunque Cortés y sus capitanes apenas y lo escuchaban.

“Diles lo que quieras a estos honorables señores,” replicó el general extasiado, y todavía perdido en el hechizo que habían provocado semejantes obsequios en él, sin poder apartar su vista del inmenso tesoro que tenía ante sí.

El ruido de arcabuces y cañones disparando salvas, rompió la tensión del momento y causó que los embajadores aztecas casi huyesen del espanto de verse en medio de aquella diversión de los dioses blancos. Observaron incrédulos cuando se acercaron cinco jinetes a lomos de sus caballos, efectuando una escaramuza de exhibición, con la música de fondo de los clarines, pífanos, y atabales, que tocaban marchas militares del ejército español. Cortés veía satisfecho que la representación había causado el efecto deseado en los embajadores, y así le podrían informar a su rey acerca de las portentosas armas con que contaba el ejército de España, la nación más poderosa del mundo, cuyas provincias de Galicia, Castilla, Aragón, Extremadura, y Andalucía apenas habían sido unidas por su majestad imperial, el rey don Carlos I.

 

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Los presentes de Moctezuma calmaron un poco a los detractores y levantiscos, quienes tenían el deseo de culminar la expedición, y ahora esperaban silenciosos el mando de su general. La gran fortuna recaudada hasta el momento bastó para calentar los ojos del más difícil. Todos ellos se sabían ya ricos y con un futuro brillante en Cuba o en la península ibérica, por lo que inclusive volvieron  a  admirar  a  Cortés,  y  elogiaban  su  sagacidad y

astucia, así como sus estrategias diplomáticas tan acertadas que hasta ese momento los habían llevado por el camino del éxito.

Ya no objetaron, y hasta vieron con buenos ojos, la idea de seguir visitando pequeñas poblaciones de la costa, y disfrutar de esa tierra tan llena de aves de plumaje enjoyado y mujeres de piel de color del cacao, pardo oscuro, desnudas y complacientes, puesto que el deseo y los placeres pecaminosos eran un abismo terrible que pocos hombres podían salvar. Pero, sobre todo, consideraban que esas excursiones les permitirían intercambiar todas sus chucherías y fruslerías que llevaban para rescate, como pequeños espejos, tijeras, peines, paños de seda de colores, cascabeles de latón y otras bujerías, por todo el oro y joyas que pudieran cargar las once naves sin zozobrar.